A veces me pregunto si no estaremos avanzando en la dirección que desde hace décadas propugnan los transhumanistas, una corriente de pensamiento que aboga por mejorar la condición humana a través de soluciones científicas y tecnológicas que potencien nuestras capacidades físicas y cognitivas, alarguen nuestras vidas y, en último término, acaben dándonos el control de nuestro propio proceso evolutivo.
No creo que falte mucho para que veamos como ciertos avances, que hoy solo se utilizan para ayudar a personas con discapacidades a superar sus limitaciones, exceden el ámbito terapéutico y como personas sin discapacidad alguna comienzan a emplearlos para aumentar su capacidad de aprendizaje, modificar su estado de ánimo, reducir la incidencia de ciertas enfermedades profesionales, o alcanzar mayores niveles de productividad.
Varias tendencias sociales y económicas pueden favorecer este fenómeno, como el envejecimiento de la población y el consiguiente alargamiento de la vida laboral de las personas, o la polarización del mercado de trabajo entre unas ocupaciones para las cuales la demanda de profesionales cualificados es mayor que su oferta, y otras donde la situación es justo la inversa.
Un panorama difícil ante el cual algunas personas podrían sentir la tentación de recurrir, por ejemplo, a fármacos que estimulen sus capacidades cognitivas para mantenerse productivos durante más años, tener más opciones de acceder a uno de esos trabajos “calientes” de la parte alta del mercado, o diferenciarse de otros candidatos.
Podemos, por tanto, imaginarnos un futuro no muy lejano donde las empresas, cuando seleccionen a sus colaboradores, podrán elegir entre candidatos “perfeccionados” y otros que no lo están. ¿Qué pasará entonces?
Una de las cuestiones a que nos enfrentaremos será en qué medida es ético que una persona se someta a un proceso de perfeccionamiento no para superar una discapacidad, sino para poder acceder a un mejor trabajo o diferenciarse de otros candidatos “normales”. En el mundo del deporte esto se resuelve mediante reglas que garantizan que los deportistas compiten en igualdad de condiciones y controles anti dopaje. Pero el mercado de trabajo es distinto, y la realidad es que lo que valoran las empresas es, ante todo, como encajan las capacidades del individuo con sus necesidades.
Además, ni siquiera podemos argumentar que es discriminatorio que una empresa prefiera contratar candidatos perfeccionados, ya que aquí, a diferencia de lo que sucede en los casos de discriminación por género, raza, credo u orientación sexual, la mayor capacidad de esos candidatos para realizar el trabajo podrá demostrarse de forma objetiva. Así que la cuestión será más bien cómo interpretar en términos de valores la decisión de un candidato de “perfeccionarse” y los medios utilizados para ello.
Otro tema polémico será quién tendrá acceso a este tipo de soluciones. Porque, no nos engañemos, lo más probable es que, al menos al principio, estas soluciones serán costosas y solamente las personas con mayores recursos económicos tendrán acceso a ellas, con lo que es muy posible que se produzca una nueva brecha —comparable a la actual brecha digital— que separará a los humanos perfeccionados de los que no lo están, restringirá las posibilidades de estos últimos de optar a ciertos empleos y acrecentará aun más las desigualdades sociales.
Aunque también es cierto que podemos imaginar un futuro donde serán las organizaciones las que proporcionen este tipo de soluciones a sus trabajadores, como hacen hoy con las herramientas de trabajo. O incluso les exijan su uso si, por ejemplo, están en juego cuestiones de seguridad, como en el caso de militares, pilotos, o cirujanos que deben realizar largas intervenciones quirúrgicas y no se pueden permitir el más mínimo despiste.
Pero esto nos lleva a un tercer problema, que seguirá estando ahí aun cuando encontremos una fórmula para garantizar el acceso universal a las soluciones de perfeccionamiento humano: Si las empresas van a poder contratar candidatos perfeccionados con capacidades que superan las de un individuo normal, y en algunos casos incluso exigir a sus colaboradores que se sometan a algún tipo de proceso de perfeccionamiento, ¿qué pasará con la libertad de las personas? Al fin y al cabo habrá gente que, por diferentes motivos, y aun pudiendo hacerlo, no querrá someterse a tratamientos o intervenciones de perfeccionamiento. ¿Qué va a pasar entonces con esos individuos?, ¿realmente van a poder mantenerse fieles a sus principios, o el riesgo de quedarse fuera del mercado laboral les obligará a renunciar a ellos?
Y los problemas no se acaban ahí. Pensemos, por ejemplo, en la complejidad añadida que supondrá la convivencia en una misma organización de personas con distintos grados de perfeccionamiento: desde humanos en su estado original hasta otros —más osados, más desesperados o con más recursos— que recordarán a un cyborg sacado de una película de ciencia-ficción. Quién sabe qué consecuencias tendrá esto en la cohesión de los equipos humanos y en la comunicación entre sus miembros. Hasta puede que llegue el día en que tengamos que considerar esta nueva variable —el grado de perfeccionamiento— en las políticas de diversidad e inclusión de nuestras empresas.
En resumen, todo apunta a que a lo largo de la próxima década la llegada al mercado de una nueva generación de soluciones de perfeccionamiento humano provocará en el mundo del trabajo cambios de un alcance y una profundidad que hoy son difíciles de anticipar. En este contexto, los profesionales de la gestión de personas tenemos por delante la oportunidad —y la responsabilidad— de ayudar a nuestras organizaciones a prepararse para ese momento, abriéndoles los ojos a esas tendencias, iniciando conversaciones, poniendo en la balanza los beneficios y riesgos de esos avances y sus implicaciones éticas, e imaginando mecanismos que nos permitan aprovechar su potencial y minimizar sus inconvenientes. La cuestión es: ¿estamos preparados?