El primer departamento de personal del que se tiene noticia se remonta al año 1901, cuando la empresa National Cash Register Company decidió crear una unidad organizativa dedicada a gestionar las reclamaciones, despidos y seguridad de sus trabajadores, y a garantizar el cumplimiento de las nuevas leyes que iban apareciendo por aquel entonces en el ámbito laboral.
Desde aquella fecha, durante los siguientes cien años, muchísimas compañías fueron introduciendo en sus organigramas departamentos de este tipo, llamados de personal, primero, y de Recursos Humanos, más tarde, que progresivamente fueron asumiendo nuevas responsabilidades en ámbitos tales como el reclutamiento, la formación o la retribución de los empleados de las empresas.
La eclosión de esta función fue consecuencia de la concurrencia de diferentes factores entre los que se cuentan la proliferación de normativa laboral, la intensificación de la acción sindical, organizaciones más grandes y complejas, el foco de los dirigentes empresariales en cuestiones como la eficiencia, la calidad y la “excelencia” de productos y operaciones, una mayor concienciación sobre el impacto de la motivación de los trabajadores en su desempeño, la sofisticación de la función directiva, y el “boom” de la literatura sobre management y liderazgo.
El caso es que las cosas han cambiado mucho desde entonces y hoy, cuando ya hemos dejado atrás casi dos décadas del nuevo siglo, no son pocas las voces que se preguntan qué futuro le espera a la función de Recursos Humanos en esta nueva era.
A estas alturas no se nos escapa a nadie: vivimos en un mundo cambiante e incierto. Estamos en la era de la disrupción, las tecnologías exponenciales, los gigantes digitales, las empresas “unicornio”, las cadenas de suministro globales, la posverdad. Un mundo donde las preferencias de los consumidores cambian en un abrir y cerrar de ojos, a menudo movidos no se sabe muy bien por qué.
En estas circunstancias es comprensible que únicamente una pequeña minoría de directivos (menos del 4% según un estudio reciente) sienta que sus empresas están libres de riesgos relacionados con la aparición inesperada de nuevas tecnologías o nuevos competidores. Parece normal, por tanto, que la palabra “agilidad” se haya convertido en el mantra de muchas empresas hoy en día.
Para desarrollar esa cualidad –la agilidad– las compañías tratan de convertir a sus colaboradores en sensores que incrementen su capacidad de detectar (o, mejor aun, anticipar) los cambios que se producen en su entorno, organizan sus proyectos conforme a las llamadas “metodologías ágiles”, se preocupan de que sus equipos estén compuestos por personas capaces de interpretar la realidad desde diversas perspectivas, abren su organización a ideas procedentes del exterior y transforman sus espacios de trabajo para favorecer la colaboración. Pero una y otra vez el principal obstáculo con que se encuentran es el mismo: todas esas medidas de poco sirven si la cultura de la organización no acompaña.
En paralelo, la posibilidad de automatizar más tareas provoca que los trabajos que realizan las personas sean cada día más complejos y, en consecuencia, más difíciles de gestionar, mientras que los desequilibrios entre oferta y demanda que se producen el mercado de trabajo hacen que año tras año aumente el porcentaje de compañías que dicen tener serias dificultades para encontrar los nuevos perfiles que necesitan.
Por otra parte, la forma en que las personas nos relacionamos con nuestro trabajo ha cambiado, lo que genera nuevos desafíos para los empleadores. Las personas vemos que nuestras vidas laborales se alargan justo cuando la idea de un empleo para toda la vida ha pasado a la historia. También vemos como nuestros trabajos se transforman rápidamente y nos damos cuenta de que necesitamos entrar en una dinámica de aprendizaje continuo para mantener nuestra empleabilidad y evitar resbalar hacia el “extremo malo” de un mercado laboral que se ha polarizado.
Además, cada vez son más las personas que toman conciencia de que el trabajo no lo es todo en la vida, y de que un empleo asalariado no es el único trabajo posible, a lo que debemos sumar el creciente escepticismo de los ciudadanos frente a las instituciones, que también afecta a las relaciones entre los trabajadores y sus empleadores.
Por todos estos motivos, y por algunos más, gestionar el capital humano de una organización se ha vuelto una misión más complicada y una cuestión a la que hay que prestar más atención que antes.
Esto, en principio, debería ser una buena noticia para el departamento antes conocido como Recursos Humanos. Sin embargo, en las últimas dos décadas, aparte de asistir al cambio de nombre de muchos de estos departamentos por otros como “Personas”, “People”, “Talento”, etc. también observamos como la acción simultánea de una serie de fuerzas está provocando un “vaciado” de muchas de las tareas que tradicionalmente han constituido el contenido de esta función.
Por ejemplo, y aunque esta tendencia ya se inició en los años 90 del pasado siglo, muchas filiales de empresas internacionales siguen viendo como, en busca de una mayor eficiencia, parte de sus actividades de RRHH son transferidas a centros de servicios compartidos en países con menores costes laborales. También continúa ahí la tendencia a externalizar ciertos procesos, poniéndolos en manos de firmas especializadas en BPO (Business Process Outsourcing), aunque ya no es solo la nómina. Y a esto debemos añadir la automatización de diversos procesos y transacciones, potenciada por el rápido desarrollo de las tecnologías de inteligencia artificial y, en particular, por la aplicación de soluciones RPA (Robotic Process Automation) a diferentes actividades repetitivas que hasta el momento realizaban humanos.
Al mismo tiempo, vemos como las empresas tiran más de consultores y de otros expertos externos, freelancers, etc. para realizar actividades especializadas, o para llevar a cabo o participar en proyectos para los cuales la empresa no posee todos los recursos o conocimientos necesarios. Y finalmente está el autoservicio, una tendencia dentro de la cual podemos distinguir dos caras. Por una parte, la devolución de muchas decisiones y actividades relacionadas con la gestión de personas a los managers de la línea. Por otra, la tendencia a que los trabajadores llevan a cabo por ellos mismos algunas tareas y trámites que antes realizaban empleados del área de RRHH.
¿Qué le queda entonces a Recursos Humanos?
Pues puede que poco, pero también puede que mucho. La respuesta a esta pregunta dependerá del valor que RRHH sea capaz de ofrecer a las empresas en un escenario radicalmente diferente al que marcó el nacimiento y desarrollo de la función durante el pasado siglo. Hoy los mercados, la tecnología y la sociedad son muy diferentes y aunque muchas de las actividades que las empresas tienen que hacer en relación con sus personas siguen siendo las mismas: atraerlas, seleccionarlas, contratarlas, integrarlas, retribuirlas, etc. la velocidad a la que necesitan ir las organizaciones y los medios a su disposición son otros muy distintos. Y esto tiene un impacto no solo en el contenido de la función sino también en el perfil de sus profesionales, que necesitan estar a la altura de las exigencias de esta nueva época.