Todavía hay muchas empresas para las que hablar de aprendizaje es, sobre todo, hablar de formación. Para estas compañías el aprendizaje es el resultado de las acciones formales que llevan a cabo para cubrir ciertas necesidades de capacitación que detectan en sus empleados a través de procedimientos más o menos estructurados. En esas empresas el aprendizaje suele ser competencia del «negociado» de Formación, habitualmente un apéndice de la Dirección de Recursos Humanos. Formación (con mayúscula) es, de este modo, quien controla y gestiona el aprendizaje en la organización y, junto con los directivos de la compañía, quien decide lo que «toca» aprender ese año.
Como señala Harold Jarche, este planteamiento puede encajar con los postulados tayloristas de compartimentación del trabajo, especialización, eficiencia y control, que tan buenos resultados dan en entornos lineales, estables y predecibles, pero presenta carencias notables en un entorno V.U.C.A. (volátil, incierto, complejo y ambiguo) como el que les toca vivir a un número creciente de organizaciones.
En este nuevo contexto muchas empresas necesitan replantearse la forma en que abordan el tema del aprendizaje en su organización.
En primer lugar, en la economía de la creatividad el aprendizaje debería entenderse no tanto como un fin en sí mismo, sino como un medio cuyo fin es la competitividad de la compañía, pero también la de los individuos en un mercado de empleo cada día más dinámico. El objetivo de la empresa es que las personas de la organización adquieran capacidades que contribuyan a mantener –e idealmente a incrementar– la competitividad de la compañía a lo largo del tiempo. Una tarea no exenta de dificultad en un contexto como el actual donde esas capacidades son cualquier cosa menos estáticas.
En segundo lugar, las empresas deberían prestar más atención al aprendizaje informal, que según diversos estudios representa en torno a un 80% del aprendizaje que sucede en las organizaciones y responde de manera más inmediata que las acciones formales a las necesidades a medida que estas van surgiendo. Por tanto, no parece que tenga mucho sentido que, tal como sucede en muchas compañías, la práctica totalidad del presupuesto que dedican al aprendizaje de sus empleados se emplee en iniciativas –en su mayor parte cursos de formación– que apenas aportan una pequeña fracción del aprendizaje que se produce en la organización.
También es importante tener en cuenta que ese aprendizaje informal sucede principalmente a través de las redes de relaciones que existen entre los miembros de la organización. Es, por consiguiente, un aprendizaje eminentemente social, con lo que las empresas tienen la oportunidad de aprovechar algunas de las herramientas “social media” disponibles hoy en el mercado para canalizar, amplificar y capturar ese aprendizaje, así como utilizar técnicas de análisis de redes sociales para comprender cómo y dónde aprenden sus personas.
Otra cosa que pueden hacer las empresas es favorecer la introducción de formulas de organización del trabajo que faciliten el intercambio y la colaboración en red; o comunidades de práctica que favorezcan el aprendizaje y la cogeneración de nuevo conocimiento.
Asimismo, pueden ser de ayuda todas aquellas iniciativas orientadas a fomentar una cultura de transparencia y un clima de confianza que permitan no sólo que se compartan los logros, sino también los fracasos, fuente de aprendizajes valiosísimos. En este sentido las empresas tendrían que tolerar –incluso incentivar– que la gente se equivocase más. Las empresas tienden a invertir en exceso en prevención, y esto, a la larga, puede minorar su resiliencia.
En otro orden de cosas, las empresas también pueden contribuir a que sus empleados desarrollen las habilidades sociales de las que depende en gran medida la inteligencia colectiva de la organización, así como enseñarles a leer el entorno, a detectar tendencias emergentes y a cuestionarse ideas preconcebidas.
Aunque, desde mi modesta opinión, lo mejor que puede hacer una empresa en este campo es ayudar a sus empleados a que asuman el papel de dueños de su desarrollo profesional, abriéndoles los ojos a un mundo que ha cambiado, proporcionándoles métodos que les permitan conocerse mejor a sí mismos, sopesar qué rumbo seguir, reflexionar sobre qué cosas necesitan aprender, y descubrir cómo, donde y de quién –o con quien– aprenderlas.