Zoom Video Communications, Inc. (Zoom) es un nombre habitual en las listas de empresas que han salido ganando con la crisis Covid. El precio de las acciones de esta compañía estadounidense fundada en 2011 subió un 635% durante 2020, alcanzando en octubre del año pasado una capitalización de mercado de 140.000 millones de dólares, superando el valor en bolsa de grandes corporaciones como ExxonMobil. Un espectacular incremento que es consecuencia directa del cambio de hábitos al que nos ha obligado la pandemia.
En el último año muchos hemos cambiado nuestra forma de trabajar y los canales a través de los que nos comunicamos con amigos y familiares. Hacemos más videollamadas que nunca. Esta nueva forma de comunicarnos, sin duda, tiene ventajas. Por ejemplo, al no tener que desplazarnos para encontrarnos con nuestros interlocutores, conseguimos “vernos” con un número mayor de personas a lo largo del día. Pero también tiene sus inconvenientes, y cada vez somos más los que encontramos agotadora la sucesión de videoconferencias en la que se han convertido nuestras jornadas laborales. Un efecto que ha sido bautizado como “fatiga del Zoom” (Zoom Fatigue, en inglés).
En abril de 2020, cuando apenas llevábamos un mes confinados, BBC Worklife entrevistaba sobre este tema a Gianpiero Petriglieri, profesor asociado de Insead, y a Marissa Shuffler, profesora asociada de la Universidad Clemson de Carolina del Sur.
Entre las causas de esa “fatiga de las videollamadas” (un fenómeno todavía incipiente en aquella época) Petriglieri señalaba la mayor concentración que requieren las videollamadas en comparación con la que necesitamos en una conversación cara a cara. En este nuevo tipo de comunicaciones necesitamos prestar más atención para detectar señales no verbales como expresiones faciales, el tono y el tono de la voz y el lenguaje corporal. No conseguimos relajarnos como en una conversación presencial y esto acaba resultado agotador. Para el profesor de Insead el silencio es otro desafío en las videoconferencias. En una conversación cara a cara los silencios crean un ritmo natural, pero en una videollamada el silencio a menudo produce un vacío incómodo que tratamos de evitar a toda costa.
Por su parte, la profesora Shuffler destacaba otra diferencia entre las videollamadas y las conversaciones presenciales que también genera cansancio. A diferencia de cómo vivimos una conversación cara a cara, en una videoconferencia, decía Shuffler, sabemos que todos nos están mirando, sentimos una presión social y que necesitamos actuar. A lo que hay que sumar que cuando participamos en una videollamada nos resulta muy difícil evitar mirar nuestro propio rostro en la pantalla y no fijarnos en como nos estamos comportando ante la cámara, algo que, en general, se nos olvida en una conversación presencial.
Ahora, casi un año después del inicio de la pandemia, Jeremy Bailenson, profesor de comunicación y fundador del Laboratorio Virtual de Interacción Humana de la universidad de Stanford ha publicado en la revista Technology, Mind and Behavior un artículo en el que explora las causas de la “fatiga del Zoom”. Una pieza que la universidad de Stanford califica como el «primer artículo revisado por pares que deconstruye sistemáticamente la fatiga de Zoom desde una perspectiva psicológica». Este artículo se acompaña de un estudio que utiliza una escala de “agotamiento y fatiga del Zoom” para medir el impacto que tiene la utilización de este nuevo canal de comunicación en sus usuarios. Los resultados de este estudio, en el que han participado miles de personas, y cuya lectura os recomiendo, aunque todavía no haya sido revisado por pares, sugieren, por ejemplo, que las mujeres se ven más afectadas que los hombres al ver videos de sí mismas todo el día.
En ese artículo, Bailenson identifica cuatro posibles explicaciones para la “fatiga del Zoom”:
En primer lugar, las videoconferencias hacen que estemos mirando a otras personas de cerca y directamente a los ojos mucho más tiempo de lo que suele ser habitual en nuestras interacciones presenciales. Es decir, de alguna manera, un comportamiento que normalmente se reserva para relaciones muy cercanas se ha convertido en la forma en que miramos a nuestros compañeros de trabajo o incluso a personas con quienes no habíamos hablado antes.
En segundo lugar, en una videollamada la comunicación no verbal no fluye de manera natural. En nuestras conversaciones presenciales rara vez prestamos atención a nuestros gestos y otras señales no verbales que emitimos. Sin embargo, en las videoconferencias la cosa es diferente. Es verdad que hay algunas cosas de las que no necesitamos preocuparnos, como los movimientos de nuestras piernas (o incluso como vamos vestidos de cintura hacia abajo) ya que eso no lo ve la cámara, pero, por otro lado, como transmitimos menos señales de comunicación no verbal, esas señales tienen un mayor impacto. Por eso nos preocupamos más que en nuestras conversaciones cara a cara de cuidar este tema o incluso de enviar señales adicionales, exagerando gestos, etc.
En tercer lugar, una cuestión que ya mencionaba la profesora Shuffler en aquella entrevista para el BBC: lo difícil que resulta en una videollamada no mirar nuestro propio rostro y no fijarnos en como nos estamos comportando ante la cámara. De alguna manera durante una videollamada nos autoevaluamos constantemente. Esto puede conducir a un comportamiento más prosocial, pero también puede ser muy estresante. En ese sentido es muy gráfico el símil que nos plantea Bailenson: imaginemos que, en nuestro lugar físico de trabajo, a lo largo de toda nuestra jornada laboral, nos acompañase una persona con un espejo, y esta persona se asegurase de que vemos nuestra propia cara en ese espejo en cada tarea que hacemos y cada conversación que tenemos. Imaginemos como nos sentiríamos al final del día…
En cuarto lugar, Bailenson señala las limitaciones a la movilidad física que nos imponen las videollamadas. Durante las reuniones cara a cara, la gente se mueve. Caminan, se ponen de pie y se estiran, se acercan a otra de las personas en la sala para comentar algo en privado, se levantan para usar una pizarra, coger una bebida, ir al baño. Sobre esta cuestión, varios estudios muestran que moverse provoca un mejor rendimiento en las reuniones. Sin embargo, en las videoconferencias no es así. Permanecemos sentados delante de nuestra pantalla teniendo cuidado de no salirnos del plano.
La buena noticia es que muchas de las causas de la “fatiga del Zoom” son solucionables.
En la entrevista con la BBC que mencionamos antes, los profesores Petriglieri y Shuffler nos daban algunas ideas, como que encender la cámara debería ser opcional o, al menos, entender que las cámaras no tienen que estar encendidas todo el rato durante cada reunión. O la práctica de, en las videollamadas en grupo, situar el ordenador a un lado en lugar de tenerlo en frente, para evitar esa sensación de que todo el grupo nos está mirando directamente y que en algunas ocasiones puede resultar agotadora.
En esa misma línea, Bailenson también nos recomienda que convirtamos las videoconferencias “solo audio” en la opción por defecto, pero, además, nos aporta otras ideas, como que la ventana “selfie” en la que vemos nuestro rostro desaparezca automáticamente tras los primeros segundos de la teleconferencia, una vez que hemos comprobado que nuestro encuadre es correcto. O dar la posibilidad a los usuarios de Zoom de que puedan reducir el tamaño de las ventanas de video en que aparecen las caras de sus interlocutores para no sentirlas tan cerca. Para Bailenson el uso de una cámara web o de un teclado externos también pueden ser de ayuda, ya que permiten al usuario situarse a una mayor distancia del ordenador. Aunque si tuviera que quedarme con solo una de las recomendaciones que da en su artículo me quedo con la idea de, antes de hacer una videoconferencia, pensar si no podríamos solucionar el tema con una simple llamada telefónica.