Tras descubrir HBR Ideacast me entretuve escuchando algunos de los episodios publicados hasta la fecha. Me gustó en especial el número 21, donde Paul Michelman entrevista a Sylvia Ann Hewlett, coautora de un artículo provocador, publicado en el número de diciembre de la Harvard Business Review, titulado “Extreme jobs: the dangerous allure of the 70-hour workweek”.
La jornada de cuarenta horas semanales dista mucho de ser la pauta habitual para los directivos de éxito en las grandes corporaciones. Entre estos profesionales es normal trabajar más de 60 horas semanales. Además, deben pasar una gran parte de su tiempo viajando alrededor del mundo, hacer frente a picos de trabajo impredecibles, perseguir objetivos ambiciosos, estar disponibles para sus clientes las veinticuatro horas del día y, por si fuera poco, prestar atención a un gran número de colaboradores.
Son los llamados empleos “extremos” (“extreme jobs”).
Detrás de este fenómeno se encuentran varios factores: En primer lugar estructuras organizativas más planas suponen menos puestos directivos y, en consecuencia, una mayor competencia entre quienes aspiran a ellos. Por otra parte la internacionalización de los negocios determina que los ejecutivos tengan que pasar más tiempo viajando y deban estirar sus agendas para relacionarse con interlocutores situados en diferentes zonas horarias. También está la cuestión del desarrollo de las tecnologías de la comunicación: primero los teléfonos móviles, ahora las “blackberries”. Por supuesto que no es un problema de la tecnología, sino del uso que se hace de ella, pero parece como si hoy en día todo el mundo tuviese la obligación de estar permanentemente “on-line”, y qué algo va mal cuando no se responde inmediatamente a una llamada o a un mail. Encima, nos encontramos con que, en muchas ocasiones, la empresa es el principal centro social para un ejecutivo que encuentra en ella más admiración y respeto que en su propio hogar. Finalmente, no podemos olvidarnos del “ethos” de lo extremo que se vive en nuestra sociedad. Buen ejemplo de ello es la creciente popularidad de los llamados deportes de riesgo.
De todas formas, tal vez sería más correcto hablar de trabajadores extremos más que de trabajos extremos. Estos puestos atraen a ejecutivos con un perfil determinado: competitivos, motivados por el desafío profesional o el subidón de adrenalina que sienten cuando actúan bajo presión. En la mayoría de los casos el sueldo ocupa un lugar secundario entre sus factores motivadores y muchos recononocen que una gran parte de la presión que soportan se la imponen ellos mismos. De este modo, el perfil de estos profesionales contribuye en gran medida a definir las características de los puestos que ocupan.
Pero el verdadero problema es que la pasión por lo extremo puede tener consecuencias no deseables tanto para esos directivos como para sus empresas. Los mismos atributos que atraen a los profesionales más competitivos del mercado puede acabar deteriorando la competitividad de estos ejecutivos a medio y largo plazo. Las jornadas interminables y la presión que sufren afectan a su vida privada, a sus relaciones de pareja y con sus hijos, incluso a su salud, y su productividad y desempeño se resienten. En cualquier caso se trata de un peaje muy elevado tanto para esos directivos como para sus empresas. Y esto debería dar que pensar a unos y a otros.
Imagen Matthias-Weinberger bajo licencia Creative Commons