En el número de julio de la revista Comentarios de Coyuntura Económica, editada por IESE, se recoge un interesante artículo acerca de uno de los efectos de la globalización: la convergencia salarial.
Desde un punto de vista estríctamente económico el fenómeno de la globalización tiene tres consecuencias:
En primer lugar se trata de un fenómeno beneficioso para el conjunto de los países implicados en el sentido de que la suma de sus PIB’s es mayor que antes.
En segundo lugar, si bien es verdad que en términos globales la globalización crea riqueza, también es cierto que sus beneficios no recaen sobre todos por igual, sino que siempre hay países ganadores y perdedores.
En tercer lugar nos encontramos con la cuestión de la convergencia salarial. Una realidad que algunos ya han empezado a sufrir.
Para que este proceso de convergencia salarial se desarrolle sin que se resientan demasiado los salarios de los países más caros, la productividad de estos países deberá seguir creciendo en el futuro. Esto, en el caso europeo, cada vez es más difícil. El desarrollo económico europeo, desde el final de la segunda guerra mundial, se ha basado en una combinación de grandes empresas, grandes bancos como fuentes primarias de financiación y estados dispuestos a intervenir en la industria.
Este modelo ha demostrado su eficacia para conseguir ir «a rebufo» de la economía americana, pero es un modelo que desprecia la innovación y, por tanto, poco sostenible. En este sentido resultan especialmente perjudiciales los tradicionales esfuerzos de los gobiernos europeos para favorecer, a toda costa, a sus «campeones nacionales».
La experiencia pone en evidencia que gran parte de la actuación de esos «campeones» se dirige a suprimir la libre competencia. Y esto, entre otras consecuencias, desanima enormemente la innovación cuando, hoy en día, la productividad de una economía depende, sobre todo, de su capacidad de innovación.
Por este motivo, no es exagerado afirmar que si el actual modelo actual se mantiene como hasta ahora acabará poniendo en entredicho la capacidad de innovación de Europa, su competitividad y, en último término, la sostenibilidad de los niveles salariales de los que disfrutamos en nuestro continente. Abróchense los cinturones.
Imagen Alicia Griffin bajo licencia Creative Commons