El pasado domingo Rosa Salvador escribía en La Vanguardia sobre la tendencia, cada vez más arraigada, de permitir a los empleados que decoren su zona de trabajo con objetos que reflejen sus aficiones, gustos y personalidad.
Tal vez sea una reacción inconsciente a los diseños minimalistas que caracterizan las oficinas actuales, espacios bonitos pero, en general, muy fríos, diseñados para favorecer la comunicación interna y el trabajo en equipo, pero que dejan poco lugar a la intimidad personal y a la dosis de individualismo que requieren la reflexión y el análisis, también necesarios en un mundo que cambia muy rápido.
Además, el giro que ha dado el mercado de empleo en los últimos tiempos, el auge de los trabajadores del conocimiento y el consiguiente desequilibrio entre oferta y demanda de este tipo de profesionales hace que las empresas tengan que ingeniárselas como pueden para atraer y retener el talento que necesitan. Para ello, entre otras medidas, las compañías buscan que sus empleados se sientan a gusto en su zona de trabajo, y qué mejor forma de conseguirlo que permitiéndoles personalizarla al máximo. No perdamos de vista que estamos hablando del lugar donde pasan más horas cada día, y cada vez más conforme los avances tecnológicos nos permiten estar permanentemente conectados con todo el mundo sin necesidad de levantarnos de la silla.
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