Lo mismo que la gripe A tiene consecuencias más graves en pacientes que arrastran otros problemas de salud, la actual crisis, aunque es global, no afecta a todos los países por igual. Lo sabemos bien en España, donde sufrimos unos niveles de destrucción de empleo mucho mayores que en otros estados de nuestro entorno.
Esta situación se debe, principalmente, a una serie de problemas endémicos de nuestro mercado de trabajo, a los que nadie ha podido, o querido, meter mano hasta la fecha, y que nos sitúan en el puesto 160 entre los 181 países que el Banco Mundial analiza para su índice sobre facilidad para hacer negocios en el mundo, y en el puesto 96 de 131 en el ranking del Foro Económico Mundial sobre eficiencia del mercado laboral.
Unas clasificaciones que, sin duda, nos restan atractivo a los ojos de empresas extranjeras que puedan estar considerando nuestro país como posible destino de alguna de sus inversiones. Lo que siempre es preocupante, pero cuando se trata de salir de una crisis todavía lo es más.
En relación con este desafío, ayer, en IESE, Martín Godino, socio del bufete Sagardoy, nos ofreció una reveladora panorámica de los síntomas y posibles soluciones al mal funcionamiento de la regulación laboral española.
En primer lugar está la cuestión de la dualidad entre trabajadores temporales y trabajadores fijos. Los trabajadores fijos -en especial los de mayor antigüedad- están blindados por indemnizaciones astronómicas mientras que los temporales -a los que yo añadiría los fijos de menor antigüedad- están muy desprotegidos. A pesar de que tenemos una de las tasas de temporalidad más altas de la Unión Europea, con el agravante de que se concentra en la población más joven y más formada, los sindicatos actúan como defensores de una casta de fijos «intocables», a menudo con desprecio de esos trabajadores temporales, a quienes parecen que no consideran su «público». ¿Que hace falta reducir plantilla? Pues no se les renueva a los temporales y asunto resuelto. Esta dualidad del mercado de trabajo español también incide en la formación (para qué formarlos, si total se van a ir) y en otro de nuestros tradicionales puntos débiles: la escasa movilidad de los trabajadores (a ver quién asume riesgos con un futuro tan incierto).
En segundo lugar nos encontramos la regulación de la figura de la cesión ilegal de trabajadores, una figura desconocida en los países anglosajones. Aquí nos topamos con una legislación obsoleta que parte de una visión fabril y unitarista de la actividad económica y que limita considerablemente la flexibilidad de las estructuras y la adaptabilidad de las organizaciones a los cambios del entorno.
Luego está la cuestión de la negociación colectiva. En nuestro país la mayor parte de los convenios son de ámbito provincial, lo que da lugar a soluciones muy poco eficientes y alejadas de la realidad. Tendría mucho más sentido que la negociación colectiva se concentrase a nivel estatal-sectorial o, sobre todo, a nivel empresa. Por otro lado tenemos el problema añadido del intervencionismo del legislador, y de los jueces que interpretan las leyes laborales, que con frecuencia declaran ilegales soluciones sobre horario, salario, contratación, etc. por mucho que hayan sido pactadas por las empresas y los representantes de sus trabajadores. Es triste, pero, por ejemplo, en nuestro país es mucho más fácil cerrar una empresa, o despedir a 100 trabajadores, que acordar una reducción salarial.
En cuarto lugar, tenemos el intervencionismo de la administración en los ERE’s. Es un hecho que las autoridades laborales están aprobando menos del 5% de los expedientes de regulación de empleo que les llegan sin acuerdo, con lo cual las indemnizaciones previstas en la ley para los supuestos de despido por causas objetivas se quedan en papel mojado. Sea por intereses políticos o por falta de capacidad, que no se aprueben ERE’s sin acuerdo está produciendo efectos indeseables para las empresas, para los trabajadores y para el conjunto de la economía. Parecería pues aconsejable replantearse y profesionalizar el procedimiento de aprobación de los expedientes, así como definir pautas claras y bien definidas para los despidos objetivos.
Finalmente, está la interpretación excesiva del ámbito de los derechos fundamentales que están haciendo los tribunales, y que genera una inseguridad tremenda a las empresas por el posible recurso que, en caso de despido, pueden hacer sus trabajadores a cuestiones tales como la libertad de expresión, la indemnidad, la intimidad, igualdad, libertad sindical o integridad física o moral. ¿Que un trabajador piensa que están pensando en despedirle? Pues nada, que reclame cualquier cosa a la empresa que si le despiden siempre podrá alegar que ha sido como represalia.
¿Qué podemos hacer?
Ante este panorama sería interesante que abrazásemos el principio de la «flexiguridad» del que tanto se ha hablado últimamente. Es decir, tomar conciencia de que lo importante, lo que hay proteger, es el empleo y no tanto el empleado. En este sentido serían aconsejables medidas como ir hacia un contrato único de trabajo, no causal, indefinido e indemnizado, con indemnizaciones menores o que, al menos, no dependiesen en tanta medida de la antigüedad del trabajador; o articular un «fondo de garantía de despido» que el trabajador fuese acumulando a lo largo de su vida laboral. También sería beneficioso si se simplificase la regulación aplicable a las microempresas para facilitar, de este modo, la creación de nuevos proyectos empresariales; revisar el diferencial entre salario y prestación de desempleo, que en muchos casos desincentiva la búsqueda de un nuevo trabajo; regular e impulsar las agencias privadas de colocación, etc.
El gran problema es que el gobierno se lava las manos y dice que si no hay acuerdo no hay reforma, y ahí, mucho me temo, con la iglesia hemos topado.
Imagen KRISTY BUTTS bajo licencia Creative Commons