Siempre me ha interesado como influye el pasado de las organizaciones en los procesos de cambio a que se enfrentan. Mi experiencia me dice que, en general, las empresas tienden a adoptar posiciones bastante radicales respecto a esta cuestión. O son prisioneras de su historia, lo que les resta agilidad y rapidez, o la ignoran olímpicamente, –incluso la desprecian–, lo que les impide entender por qué suceden muchas de las cosas que normalmente pasan en esos procesos.
Por esto me ha parecido muy ilustrativo y acertado el símil que utilizan los profesores Bordia, Restubog, Jimmieson e Irmer en su artículo “Haunted by the Past: Effects of Poor Change Management History on Employee Attitudes and Turnover”. Estos cuatro académicos australianos argumentan que cambiar el rumbo de una organización es como conducir un coche: mientras circula, el conductor no debe olvidarse de prestar atención al espejo retrovisor para identificar cualquier peligro que pueda venir desde atrás.
El problema es que muchos “conductores” de organizaciones (sus líderes) no hacen esto, sino que, o son de los que “llevan el retrovisor de adorno”, o de los que de tanto mirarlo no acaban de decidirse a meter primera y pisar el acelerador, o de los que, cuando se deciden, se convierten en un peligro, ya que arrancan sin ver qué es lo que tienen delante.
En su estudio, los autores analizan la relación entre las actitudes que adoptan los empleados de una empresa ante un proceso de cambio y su experiencia anterior en procesos similares y llegan a la conclusión de que los empleados que han vivido procesos de cambio deficientemente gestionados confían menos en la organización, muestran menos compromiso y están más dispuestos a dejar la compañía que aquellos que han vivido procesos de cambio mejor orquestados.
Además, los fantasmas de los procesos de cambio pasados no solo influyen sobre la actitud con que los empleados se enfrentan a nuevos procesos de cambio, sino también sobre la actitud de los líderes de la organización y de quienes estén llamados a actuar como agentes de esos cambios. De este modo condicionan qué decisiones se toman, qué estilos de comunicación se adoptan, qué mensajes se transmiten, o incluso qué comportamientos son interpretados por esos líderes como acciones de resistencia.
El problema es que, en la práctica, todavía son pocas las compañías cuyos líderes, con ocasión de un proceso de cambio, se paran a reflexionar sobre iniciativas comparables que haya podido vivir la organización en el pasado, reconocen que ciertas cosas pudieron hacerse mal entonces y demuestran –no solo con palabras– que hay voluntad de aprender de esos errores y hacer las cosas de otra manera.