Edgar Schein, autor del libro Organization Culture & Leadership y un referente en el campo de la cultura organizativa, define esta como “un patrón de supuestos básicos compartidos que los grupos aprenden a medida que resuelven sus problemas de adaptación externa e integración interna, que ha funcionado suficientemente bien como para ser considerado válido y ser enseñado a los nuevos miembros de la organización como la forma correcta de percibir, pensar, y sentir en relación con esos problemas”.
La cultura organizativa es, por tanto, un “patrón” que orienta las acciones, decisiones y comportamientos de las personas que integran la organización, ayuda a la empresa a diferenciarse de su competencia, determina algunas de las cualidades que busca en sus nuevos empleados y genera confianza entre sus grupos de interés (clientes, proveedores, comunidad…), que gracias a ese patrón saben qué pueden esperar cuando se relacionan con las personas de la empresa.
Además, que las personas que integran una organización compartan una serie de creencias y valores resulta útil en un contexto en el que las empresas necesitan agilidad, ya que permite que las personas actúen con un mayor nivel de autonomía, sin tener que esperar a que su jefe les diga cual es el modo correcto de hacer las cosas. De ahí que muchas empresas incluyan el alineamiento de su gente con sus valores organizativos entre las cuestiones que examinan en sus procesos de evaluación y feedback.
Sin embargo, como casi todo en la vida, el alineamiento de los comportamientos de los miembros de la organización en torno a unas creencias o valores también tiene sus inconvenientes, sobre todo cuando la cultura de la empresa es muy fuerte. Como ya comentamos en un artículo anterior, además de dificultar la integración de personas de diferentes herencias culturales en un proyecto común, una cultura corporativa demasiado fuerte puede limitar la diversidad cognitiva de sus integrantes, un factor del cual dependen en gran medida la inteligencia colectiva de las organizaciones y, por tanto, su efectividad.
En cualquier caso, si hablamos de cultura organizativa es importante que tengamos presente que esta se fundamenta en una serie de suposiciones y creencias compartidas tan profundamente arraigadas y tan bien integradas en la dinámica de la organización que a menudo son inconscientes, de manera que lo que percibimos de la cultura de una organización a través de nuestros sentidos no son esas creencias, sino una capa más superficial, compuesta por los comportamientos de sus personas y otros artefactos culturales, a través de la cual interpretamos cuales son esas creencias compartidas.
Por este motivo, para alinear la forma en que las personas (tanto internas como externas) interpretamos los comportamientos y artefactos culturales que observamos en la organización, es habitual que las empresas, especialmente las de mayor tamaño, elaboren documentos en los que explicitan cuales son los valores concretos que inspiran (o deberían inspirar) el comportamiento de las personas que trabajan para ellas, empezando por sus líderes.
Lo comprobamos en un reciente artículo de Donald Sull, Stefano Turconi, y Charles Sull titulado When It Comes to Culture, ¿Does Your Company Walk the Talk? y publicado en la MIT Sloan Management Review. De las 689 grandes empresas que los autores analizaron en la investigación a la que se refiere este artículo, solo 127 (18%) no disponían de una lista de valores corporativos oficiales. Sin embargo, aunque la gran mayoría de empresas declara públicamente cuáles son sus valores, el problema que los autores evidencian en este artículo es que, a menudo, estas declaraciones oficiales de valores no se corresponden con la cultura que realmente se vive en las organizaciones.
Para llegar a esta conclusión, los autores compararon los valores organizativos que declaran oficialmente cientos de empresas, en su gran mayoría estadounidenses, con los resultados que ofrece la aplicación Culture 500, un software basado en tecnologías de machine learning y procesamiento del lenguaje natural capaz de valorar y describir cómo es la cultura de una organización a partir de los comentarios que publican en Glassdoor los empleados, exempleados y candidatos de la empresa. Para ello, esta herramienta cuantifica con qué frecuencia y qué tan favorablemente los usuarios de Glassdoor opinan acerca de nueve dimensiones de la cultura de las empresas: colaboración, integridad, agilidad, diversidad, orientación al cliente, ejecución, innovación, resultados y respeto.
Los datos muestran que, al menos por lo que se refiere a estos nueve valores o dimensiones culturales, la cultura (real) de las empresas que proclaman esos valores como propios está lejos de ser la que reflejan en sus discursos y su literatura corporativa. Todas las correlaciones entre los valores oficiales y las percepciones de los empleados sobre estos valores son muy débiles. Incluso el valor ‘agilidad’, que es en el que se observa una mayor correlación entre lo que las empresas declaran y lo que sus empleados sienten, con un coeficiente de correlación de 0.22, revela una relación muy débil entre el compromiso público de las empresas con este valor y la evaluación que sus empleados hacen de lo ágil que realmente es su empresa. Además, para cuatro de los nueve valores analizados (colaboración, orientación al cliente, ejecución y diversidad) las correlaciones son negativas. Es decir, cuanto más énfasis ponen las empresas en estos valores, más negativas tienden a ser las percepciones de sus trabajadores sobre los mismos.
Los motivos de estas discrepancias pueden ser diversos. A veces tienen que ver con la forma en que las empresas formulan sus valores. Hay empresas que los plantean de una manera tan genérica que las valoraciones negativas que hacen algunos empleados se refieren a como interpretan ellos esos valores, que puede no encajar con como los entiende la compañía. En otros casos, esas declaraciones de valores son una manifestación de isomorfismo institucional, fenómeno por el que las compañías tienden a copiar ciertas prácticas de otras empresas porque interpretan que son propias de organizaciones de éxito, o bien porque son los valores en los que ponen énfasis las escuelas de negocios donde se ha formado la mayoría de sus directivos, sin plantearse hasta que punto esos valores son importantes para ellos, si son instrumentales para su éxito ni, sobre todo, si encajan con los demás elementos que componen el sistema complejo que es cualquier organización.
También es posible que la cultura de la organización haya evolucionado en el tiempo y que lo que se dice sobre ella en la literatura corporativa se haya quedado obsoleto. Porque, en realidad, las culturas organizativas son mucho más dinámicas de lo que creen quienes las entienden como la “esencia perdurable de la empresa”. Un paradigma que hace que todavía a muchos les choquen planteamientos como el de Netflix cuando dicen abiertamente que ellos no hacen esfuerzos para preservar la cultura de libertad y responsabilidad que los distingue, sino para mejorarla, aprovechando que cada persona que se incorpora a la empresa contribuye a darle forma.
En cualquier caso, sea por esos motivos, por una desconexión entre las percepciones de los líderes de la organización y las del resto de las personas que la forman, o porque, como parte de una arriesgada estrategia de employer branding, se quiere transmitir al exterior que la cultura de la empresa es diferente de la que realmente es, lo que evidencia la investigación de Sull y sus colegas es que el discurso oficial de las empresas sobre su cultura corporativa con mucha frecuencia no se corresponde con lo que sus personas observan a su alrededor en su día a día (incluyendo el comportamiento de esos dirigentes) ni, lo que es más importante, con sus creencias profundas sobre lo que está bien o está mal. El riesgo para las empresas es que esta disonancia entre lo que se dice y lo que se hace puede generar desorientación, escepticismo o desconfianza respecto a la capacidad o a las verdaderas intenciones de sus líderes y afectar negativamente a su credibilidad, además de absorber tiempo y energía de los miembros de la organización que dedican a resolver esas disonancias en lugar de aplicarlos a otros fines más productivos.
¿Qué pueden hacer las empresas ante este panorama? Lo primero de todo, entender que, por mucho que sea una práctica generalizada entre las grandes compañías, no es imprescindible explicitar una lista de valores. Grandes empresas tienen éxito con sus negocios, y sus personas están muy satisfechas con su experiencia laboral, sin tener una lista de valores oficiales. Aunque esto no quiere decir que esas empresas no tengan una cultura y unos valores. Simplemente no se han preocupado de recopilarlos y hacerlos públicos. Ahora bien, si decidimos hacer una declaración oficial de cuales son (o deberían ser) los valores de nuestra empresa debemos hacerlo bien. Para empezar, es necesario dedicar un cierto esfuerzo a destilar cuales son esas suposiciones compartidas que nos ayudan (o deberían ayudarnos) a resolver en los problemas de integración interna y adaptación externa a los que nos enfrentamos. Y una vez que los hemos identificado tenemos que ver cómo los expresamos. No nos quedemos en un simple titular. Para que las personas de la organización interpreten de la misma manera a qué nos referimos es bueno traducir esos valores a comportamientos concretos. En este sentido resultan muy clarificadoras las descripciones que incluyen no solo los comportamientos que reflejan un determinado valor sino también los comportamientos que no lo reflejan, para evitar que ese valor se interprete de un modo que no nos conviene. Asimismo, es importante explicar por qué hemos elegido esos valores concretos y no otros. De qué manera nos ayudan a ser como queremos ser, a diferenciarnos de nuestros competidores y a alcanzar tanto nuestros objetivos de negocio como nuestro propósito.
En todo caso, lo más importante es entender que la cultura no se dicta. La cultura se aprende y se aprende, como decía Schein, a base de resolver problemas de integración interna y adaptación externa. Sobre esta cuestión de como se crea la cultura de una organización, Schein argumenta que surge de tres fuentes principales: las creencias, valores y suposiciones de los fundadores de la compañía, la experiencia y el aprendizaje de las personas que forman la organización, y las nuevas creencias que introducen los nuevos miembros y líderes que se incorporan a la empresa. Por este motivo, si de lo que se trata es de cambiar la cultura, una declaración oficial de cuáles son los valores que necesita la empresa puede ayudar a alinear las acciones de los miembros de la organización y sus interpretaciones de los cambios que observan a su alrededor, pero de poco servirá si no modificamos también la forma en que los líderes de la empresa resuelven esos problemas de integración interna y adaptación externa a los que hacíamos mención, ni nos preocupamos de que las demás ‘piezas’ de la organización también encajen. Porque, nos guste o no, la cultura de una empresa no es la que la empresa dice, es la que la empresa hace.