La semana pasada participé en un interesante webinar sobre gestión en la complejidad organizado por la Harvard Business Review e impartido por la profesora Rita McGrath, de la Columbia Business School. Me gustaría compartir con vosotros algunas de las principales ideas que se plantearon allí.
El mundo de los negocios siempre ha sido complejo, pero el desarrollo tecnológico está incrementando esa complejidad desde el momento que hace posible interacciones antes impensables y además amplifica los resultados de esas interconexiones.
La principal característica de los sistemas complejos –que no es lo mismo que complicados– es su imprevisibilidad. Por mucho que sepamos cómo se comporta cada uno de sus elementos, las múltiples interacciones en red que se producen entre ellos hacen que el comportamiento del conjunto del sistema sea muy difícil de prever. Además, la creciente complejidad de nuestro mundo choca con nuestros procesos cognitivos acostumbrados a una realidad bien distinta, donde el conocimiento del pasado permitía anticipar el futuro. Esta disonancia entre el nivel de complejidad de nuestro entorno y la inercia de nuestros procesos cognitivos trae consigo consecuencias inintencionadas. Es muy fácil que las cosas «queden fuera de control», o que los sistemas queden colapsados ante eventos que se salen de la norma.
En el nuevo escenario, soluciones tradicionales basadas en la optimización de recursos, la eficiencia total, o los métodos clásicos de previsiones dejan de ser válidos. Ya no se trata de prever el futuro, sino de adaptarnos a un futuro que no se puede prever.
En primer lugar, debemos replantearnos como hacemos nuestras previsiones. Probablemente utilicemos indicadores que nos hablan sobre lo que ha pasado, en el mejor de los casos sobre lo que está pasando, pero casi nunca incluimos otros que nos alerten de cosas que podrían pasar más adelante. También tendemos a dejarnos llevar por el peso de los promedios, y olvidarnos que los grandes problemas y las verdaderas oportunidades muchas veces se esconden en las colas. Pero, sobre todo, debemos tener cuidado con cualquier decisión que limite nuestro margen de maniobra en el futuro.
En segundo lugar, en un mundo más complejo deberíamos gestionar los riesgos de otra manera. Una posibilidad es trasladar a los usuarios las decisiones –y por tanto los riesgos–, tal como hacen en Lulu.com , donde los autores deciden el precio al que venden los libros que publican. En esta misma línea, resulta más importante que antes buscar –o incluso provocar– «errores inteligentes» de los que aprender, así como intentar anticipar los posibles «grandes terremotos» que pueden suceder en el futuro, y prepararse para ellos.
Finalmente, también tenemos que darle una vuelta a la forma en que gestionamos los recursos. En un mundo imprevisible hacen falta «colchones» de espacio y tiempo. Es importante retrasar al máximo el compromiso de recursos críticos, de manera parecida a la práctica por la que médicos que podrían estar atendiendo a las víctimas de una catástrofe se ocupan de clasificarlos en función de la urgencia del tratamiento y sus posibilidades de supervivencia, de modo que la eficacia prima sobre la eficiencia.
En conclusión, los gestores de la era de la complejidad deben empezar por asumir que es imposible preverlo todo y decidirse a invertir en la resiliencia de sus organizaciones más que en prevención, aunque en ocasiones ello requiera introducir deliberadamente elementos de inestabilidad en el sistema. Y es que en este nuevo escenario demasiada prevención puede suponer un peligro si por no haber experimentado riesgos o errores no sabemos reaccionar ante ellos. Del mismo modo que un exceso de estabilidad favorece el pensamiento único, o intentar regular todos los procesos de la organización reduce nuestra adaptabilidad ante cambios inesperados del entorno.