La típica imagen que nos viene a la mente cuando pensamos en un emprendedor es la de una persona que aúna una variedad de características: iniciativa, buenas ideas, capacidad de interpretar el entorno y detectar oportunidades, habilidades interpersonales, influencia, poder de convicción, determinación, perseverancia, pasión, autoeficacia, orientación al riesgo, tolerancia ante la incertidumbre, capacidad de aprender de los propios errores…
Todas estas cualidades componen un perfil que, en principio, parece diseñado a la medida de las necesidades que se le plantean a un número creciente de empresas en un contexto volátil e incierto, donde la vida media de las tecnologías, los modelos de negocio y las organizaciones se reduce al tiempo que su competitividad depende cada vez más de su agilidad y su capacidad de innovación.
Un mundo que se ha vuelto más complejo. Donde no siempre hay una respuesta “correcta” a la que podamos llegar mediante la aplicación de la secuencia de decisión tradicional de observar la realidad, analizarla en la mayor profundidad posible, valorar alternativas y llevar a la acción aquella que hayamos decidido que es la más adecuada. Ahora, con frecuencia, no nos queda más remedio que hacer experimentos para detectar pautas que nos sirvan para diseñar escenarios futuros hacia los que orientar nuestras acciones.
Un entorno donde, por otro lado, las mejores decisiones no van a venir necesariamente de unos jefes que todo lo saben, porque la realidad es muy compleja para que todo pueda estar regulado hasta el mínimo detalle y porque, además, en organizaciones cada día más planas, los directivos no tienen tiempo de estar constantemente supervisando y dando instrucciones a cada uno de sus empleados.
Ante semejante escenario se entiende que sean más las empresas que en sus ofertas de empleo digan buscar candidatos con “espíritu emprendedor”.
Un discurso que debería significar que esas empresas valoran como algo muy positivo que un candidato, en algún momento de su carrera profesional, haya tenido la iniciativa de poner en marcha un proyecto empresarial, aunque al final le haya salido mal o, por cualquier otra circunstancia, la persona haya decidido volver al sendero del empleo asalariado.
De hecho, este es el argumento que se escucha en muchos foros orientados a fomentar el emprendimiento: que, aun en el caso que salga mal, la experiencia habrá valido la pena por lo que habremos aprendido y porque, si eventualmente decidimos regresar al calor de un empleo asalariado, las empresas valorarán positivamente nuestra iniciativa.
Lo cierto es que no tengo tan claro que en la práctica esto sea así para muchas empresas. En realidad, desde hace tiempo tengo la sensación de que todavía muchos reclutadores contemplan con desconfianza una etapa de emprendimiento o autoempleo en el currículum de un candidato. Como si fuera una lacra en lugar de la mejor prueba de que ese candidato realmente posee todas esas cualidades de las que hablábamos antes y que tanto pueden aportar a la competitividad de una compañía.
Por esto me ha llamado mucho la atención un artículo de Vickie Elmer publicado la semana pasada en Quartz, donde hace referencia a un estudio que sugiere que elegir ser emprendedores en un momento dado de nuestra carrera puede limitar seriamente nuestras opciones futuras de empleo.
En concreto, se trata de un experimento llevado a cabo en el Reino Unido entre 2011 y 2012 por cinco profesores de la Universidad de Viena, la Munich School of Management y la Universidad Erasmus de Rotterdam y sobre el que han escrito un artículo que se presentará el próximo mes de agosto en la conferencia anual de la Academy of Management.
En pocas palabras, el experimento consistió en lo siguiente: Se seleccionaron en el mercado casi cien ofertas de empleo. A cada una de esas vacantes se enviaron dos candidaturas diferentes, compuestas en ambos casos de un currículum y una carta de presentación. Ambos currículums eran equivalentes, salvo que en un caso toda la experiencia profesional había sido como empleado por cuenta ajena y en el otro parte de esa experiencia se había adquirido en una empresa puesta en marcha por el propio candidato.
El resultado: las personas que habían emprendido recibieron sistemáticamente menos respuestas que aquellas que habían seguido la senda del empleo asalariado, lo que sugiere a los investigadores que una alta proporción de empresas –en este caso británicas– deciden deliberadamente no considerar a los emprendedores en sus procesos de selección.
El estudio no entra en el porqué de esta actitud. Puede deberse a experiencias o estereotipos que lleven a los reclutadores a pensar que a un emprendedor le costará volver a adaptarse a una vida de empleado. También puede haber reclutadores que opinen que quien ha emprendido será un empleado más inestable, menos leal, o simplemente más «incómodo» y, por este simple motivo, dejan a esos candidatos fuera del proceso en la primera criba.
En cualquier caso, todo esto sucede sin que aparentemente nadie en esas empresas se pare a pensar sobre el impacto que esa actitud puede estar teniendo sobre su agilidad, su capacidad de innovación y, en general, su rendimiento. Y sin considerar tampoco que, a falta de argumentos objetivos, podrían estar cayendo en un caso de discriminación. Imaginemos por un momento qué pensaríamos si se hubiese hecho un experimento parecido pero donde el factor diferencial fuese el género de los candidatos y nos encontrásemos con que las mujeres recibían sistemáticamente menos respuestas…