Diferentes estudios demuestran que cuando hablamos de innovación disruptiva o radical la productividad de la inversión en investigación e innovación de las grandes corporaciones es mucho menor que la de las jóvenes “startups” que, con unos recursos muchísimo menores, consiguen dar con soluciones radicalmente nuevas, capaces de cambiar las reglas del juego de sectores enteros.
Muchas grandes compañías son conscientes de este fenómeno y tratan de encontrar soluciones que les doten de una capacidad de innovación disruptiva comparable a la de esas pequeñas organizaciones. Sin embargo, la mayor parte de las veces no lo logran.
¿Por qué sucede esto?
Todo indica que cuando un sector de la economía sufre el efecto de cambios tecnológicos radicales las empresas de nueva creación tienen mayores incentivos estratégicos para invertir en soluciones radicalmente diferentes que las empresas más consolidadas que, a pesar de las ventajas que parece debería proporcionarles su dimensión –entre otras el acceso a más recursos–, a menudo son víctimas de inercias o de la autocomplacencia. Pero hay más:
Por un lado están los marcos cognitivos de los dirigentes de esas organizaciones, a través de los cuales perciben e interpretan los cambios del entorno y concluyen lo que es necesario hacer en cada caso. Unos marcos que son resultado de experiencias del pasado y que poco tienen que ver con la realidad del entorno en que vivimos.
Por otra parte, está su miedo a que esas innovaciones disruptivas puedan acelerar el declive o canibalizar su negocio actual.
Luego están los intereses personales de los dirigentes de esas organizaciones, causa y efecto de unos sistemas de incentivos que con frecuencia miran al corto plazo y a unos indicadores que poco contribuyen a potenciar una cultura de la exploración y la experimentación.
A esto se suman unas estructuras y flujos de información diseñados para lograr la máxima eficiencia, pero no para detectar oportunidades emergentes o responder con agilidad ante los cambios del entorno.
Ese es el motivo por el que algunas grandes compañías crean unidades organizativas separadas para llevar a cabo sus proyectos de innovación, e incluso las sacan fuera de sus sedes. Para sustraerlas de la influencia de sus creencias y su cultura corporativa. Por esto a veces sitúan estas unidades en espacios de coworking, confiando en que se les contagiará algo del espíritu libre y creativo de las comunidades donde se implantan.
Aun así no siempre logran su objetivo ya que, a pesar de la distancia, estas nuevas unidades a menudo sufren las consecuencias de luchas internas por poder o recursos, o la falta de claridad entre los dirigentes de la corporación sobre qué esperar de esa nueva unidad, empezando por qué indicadores usar para medir su desempeño. También están los problemas que surgen cuando esa nueva unidad comparte con su casa madre una reputación que hace que se les perciba de una determinada manera no solo en los mercados de productos y servicios, sino también en el mercado de talento.
En definitiva, las grandes corporaciones no lo tienen fácil para competir en el campo de la innovación radical con micro empresas que se enfrentan a un papel en blanco y poco o nada tienen que perder. Por eso algunas de esas corporaciones optan por una estrategia diferente y, en lugar de intentar generar ellos mismos esas ideas disruptivas, salen al mercado armadas de talonarios en busca de startups innovadoras que posean esa capacidad de innovación y estén abiertas a escuchar sus cantos de sirena.
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