Esta mañana he dado una conferencia en el marco del evento #RRHH20Day organizado por Aedipe Catalunya y The Plan Company.
En mi charla he intentado explicar por qué en un entorno tan volátil, incierto, complejo y ambiguo como el actual las empresas necesitan preocuparse más de crear las condiciones para que sus colaboradores den lo mejor de ellos en su trabajo. El motivo de fondo es que el mundo ha cambiado radicalmente y en todas sus dimensiones. Volatilidad, incertidumbre, complejidad y ambigüedad caracterizan tanto el entorno económico, como el social, el político y el tecnológico. Y también el mundo del trabajo.
Las recetas de siempre ya no sirven. Como dijo una vez Benedetti, “cuando creíamos que teníamos todas las respuestas, de pronto, cambiaron todas las preguntas”.
En particular la revolución digital ha posibilitado una explosión de innovación sin precedentes. No es solo que vivamos en un mundo en red. Nuevas tecnologías disruptivas surgen de pronto y amenazan de muerte sectores enteros de actividad (y de empleo) que hace un par de décadas parecían inexpugnables.
Como ejemplo una anécdota. Hace unos meses estábamos en casa celebrando que mi hija mayor se había sacado el carnet de conducir cuando mi hijo pequeño nos dijo: “Yo tengo suerte. No necesitaré sacarme el carnet de conducir”. Nos quedamos todos sorprendidos. Pocas semanas después conocíamos la noticia de que un coche sin conductor había realizado el trayecto entre Vigo y Madrid.
Es muy significativo que hace un par de décadas la profesión de chofer fuese un ejemplo típico de trabajo no rutinario que difícilmente sería automatizado en el futuro. También lo es que hace unos pocos meses los taxistas se echasen a la calle para pedir la ilegalización de Uber.
El caso es que el mundo cambia y las empresas se preguntan qué pueden hacer para no quedarse fuera de juego en un entorno en el que la vida media de las grandes corporaciones se reduce al tiempo que se acelera el ritmo al que nuevas empresas surgidas de la nada entran en muy pocos años (a veces en cuestión de meses) en el antes muy selecto Unicorn Club, al que solo acceden aquellas startups que son valoradas en, al menos, mil millones de dólares.
Más empresas empiezan a darse cuenta que lo que decía Darwin de que “no es la especie más fuerte la que sobrevive, ni la más inteligente, sino la que mejor se adapta a los cambios” es perfectamente aplicable al mundo de los negocios. El problema es que en un mundo en red y globalizado no hay secretos, todo se sabe y todo se puede imitar más fácilmente que en el pasado, da igual que se trate de tecnología, estrategias, estructuras o procesos .
¿Cuál es entonces el factor del que va a depender la competitividad de más empresas en un escenario así?
Más organizaciones llegan a la conclusión que ese factor no es otro que sus personas. Por un lado porque el tejido humano de una organización es probablemente su dimensión más difícil de imitar, pero también porque, tal como evidencian diversos estudios, según más complejo es un trabajo mayor es la diferencia entre lo que aporta una persona con un alto desempeño y lo que aporta un empleado promedio. Y es innegable que vamos hacia un mundo de trabajos cada vez más complejos.
Por eso muchas empresas invierten más que antes en reclutamiento y aumenta el número de candidatos que consideran en sus procesos de selección: porque saben que contar con los mejores puede marcar la diferencia.
Sin embargo las cosas no siempre son fáciles. Hay determinados puestos que son difíciles de cubrir porque el sistema educativo no es capaz de generar una oferta a la misma velocidad que evoluciona la demanda. La consecuencia es que, a menudo, las empresas acaban tomando decisiones de subcontratación subóptimas. Es decir, contratan empleados no tan buenos como les gustaría.
A esto se añade que el mundo se mueve muy rápido. Tanto que muchas empresas no se pueden permitir hacer lo que hacían antes y coger a personas sin experiencia para luego formarlas utilizando sus propios recursos. Simplemente no tienen tiempo. Necesitan personas preparadas para añadir valor desde el primer día.
Por todas estas circunstancias hoy es más importante que antes para las empresas encontrar formulas para conseguir que las personas que colaboran con ellas den lo mejor de ellas en su trabajo, apliquen a su actividad una proporción mayor de su potencial y consigan los mejores niveles de desempeño posibles.
¿Cómo hacerlo? Ahí está el reto. La clave reside en entender que hoy las organizaciones necesitan de sus personas algo más que obediencia, maestría y lealtad. Necesitan sobre todo cualidades como iniciativa, creatividad y habilidades interpersonales, unas capacidades que tienen en común que las personas las emplean con mayor o menor intensidad dependiendo de cuál sea la mentalidad con que llegan a su trabajo cada mañana.
De ahí que cobren relevancia en la literatura académica conceptos como los de capital psicológico positivo de Luthans, el “flow” de Csíkszentmihályi, o la felicidad en el trabajo de Pryce-Jones. Porque de este “mindset” depende que las personas de la organización sean capaces de dar lo mejor de ellas en su trabajo de manera sostenible en el tiempo.
A esos modelos teóricos se suman diferentes estudios como los que hemos llevado a cabo en el iOpener Institute que demuestran que existe una fuerte correlación entre la felicidad en el trabajo e indicadores como el porcentaje de tiempo que las personas están centradas en su trabajo, el nivel de energía con que se sienten, los días que pierden de baja por enfermedad, o su intención de permanecer en la organización. Incluso hemos demostrado que, a diferencia de sus compañeros menos felices, los empleados más felices mantienen sus niveles de productividad incluso cuando el entorno es adverso.
Por tanto, la felicidad en el trabajo es un asunto muy serio, e invertir en felicidad en el trabajo tiene una lógica de negocio incontestable. Desafortunadamente varias encuestas nos indican que el nivel de “engagement” de las personas está en mínimos y la experiencia nos dice que son todavía muchas las organizaciones que no se preocupan lo suficiente de esta cuestión.
Por eso quise terminar mi charla planteando tres ideas especialmente dirigidas a aquellas empresas que puedan estar pensando en hacer algo sobre este asunto:
La primera idea: que la felicidad en el trabajo se puede medir y gestionar. Existen diferentes modelos y constructos y diversos instrumentos de medición y diagnóstico. Sin embargo lo más importante (como siempre) no son los datos sino qué se hace con ellos.
La segunda idea: que la felicidad en el trabajo es una responsabilidad compartida de los individuos y las organizaciones y que para conseguir cambios se debe trabajar en paralelo en ambos planos, empezando por que ambos (individuos y organizaciones) tomen conciencia de cual es el punto del que parten y el impacto que esa situación de partida tiene en sus resultados.
La tercera idea y última idea: que la reflexión sin acción no sirve de nada, pero que tampoco sirve de nada el “café para todos” al que todavía son tan aficionados en algunas empresas. Cada persona y cada organización necesitan comprometerse y diseñar y llevar a cabo acciones concretas de cambio que les proyecten en la dirección deseada.