Los millennials están de moda. No hay más que asomarse a la red para encontrarse con cientos de estudios, artículos, vídeos e infografías sobre esta generación, la última en incorporarse al mercado de trabajo.
Es normal que exista tanto interés en estos jóvenes. Representan el futuro de las organizaciones, son los empleados más jóvenes de las empresas y de entre ellos ha de salir la nueva generación de líderes. Además, son un segmento de consumidores con mucho recorrido y las empresas necesitan contar entre sus filas a personas que conozcan de primera mano cuales son sus hábitos y preferencias. A esto se une el reto sobrevenido de gestionar unos entornos de trabajo multi generacionales resultado del retraso de la edad de jubilación, consecuencia, a su vez, del progresivo envejecimiento de la población en los países occidentales. Y todo ello en un escenario de guerra por el talento donde las empresas necesitan desesperadamente personas con conocimientos de nuevas tecnologías y sistemas de trabajo, principalmente jóvenes recién salidos de las universidades, o autoformados gracias a las posibilidades que les ofrece internet.
Sin embargo, se trata de una generación no siempre bien comprendida. Para empezar ni siquiera hay acuerdo sobre donde empieza y donde acaban los millennials. Para MetLife los millennials son los nacidos entre 1977 y 1994, para McCrindle Research entre 1980 y 1994, para PwC, la London Business School, Young & Rubicam y Edelman entre 1980 y 1995, para Gallup, Dale Carnegie y MSW Research, entre 1980 y 1996, para Time Magazine y Goldman Sachs entre 1980 y 2000, para Strauss y Howe entre 1982 y 2004, y para Universum e Insead entre 1984 y 1996.
También es una generación llena de etiquetas. A sus miembros se les califica de muchas cosas. Todos hemos oído, por ejemplo, que estos jóvenes son narcisistas sin ningún sentido de la privacidad, que no son leales a sus empleadores, que se creen con derecho a todo, son impacientes y exigen ascensos rápidos, que no trabajan duro, que están absorbidos en ellos mismos y en sus pantallas, y no se enteran de lo que pasa en el mundo, que se comparan constantemente con sus amigos y colegas y necesitan feedback continuo, que son unos “cracks” con las nuevas tecnologías, que no les interesan los ascensos, que son emprendedores, que para ellos es fundamental que su trabajo tenga un impacto positivo en el mundo, que son colaboradores por naturaleza, que son escépticos frente a las instituciones…
Sin embargo, todos conocemos a jóvenes pertenecientes a esa generación que no son así ni por asomo.
Es posible que conozcamos a “ninis” desencantados, a jóvenes involucrados en causas sociales, a algún joven emprendedor hecho a sí mismo que se anima a poner en marcha una startup, a titulados universitarios que no les queda más remedio que emigrar para poder trabajar “de lo suyo”, a otros que desempeñan trabajos para los que están sobrecualificados, a quien opta por estudiar un MBA para hacer carrera en el mundo corporativo, o a quien sigue prefiriendo presentarse a una oposición para “sacar una plaza” de funcionario. Es posible también que conozcas a bloggers, youtubers, políticos, incluso a jóvenes que deciden hacerse monjas.
Demográficamente todos ellos son millennials, la mayoría son usuarios de teléfonos inteligentes y medios sociales pero, aparte de esto, ¿qué más tienen en común?¿cuál es entonces el valor que debemos darle a esos estereotipos?
La respuesta: probablemente el mismo valor que tenemos que darle a cualquier otro estereotipo.
Los estereotipos son útiles porque nos ayudan a interpretar y encontrarle un sentido al mundo. Son atajos que nos ayudan a simplificar y sistematizar la información que captamos, con lo cual esta resulta más fácil de identificar, recordar, predecir, y reaccionar ante ella. En pocas palabras, la virtud de los estereotipos es que nos permiten actuar de manera más eficiente y nos hacen sentirnos seguros. Sin embargo, existe el riesgo de perder de vista que esos estereotipos que nos quitan trabajo son generalizaciones y, con frecuencia, están sesgados, por lo que si los tomamos como si fuesen verdades universales y los aplicamos en nuestras relaciones con personas concretas corremos el riesgo de llegar a conclusiones erróneas y tomar decisiones equivocadas. Y esto es lo que a menudo pasa con los millennials en las organizaciones.
Un primer motivo para cuestionarnos los estereotipos sobre esta generación es que muchos de ellos no son compartidos por esos jóvenes. Simplemente, no se reconocen en esas etiquetas. Y eso que parece que son más críticos consigo mismos que generaciones anteriores.
Para tratar esta cuestión en mis charlas suelo utilizar un gráfico con los resultados de un estudio llevado a cabo en 2013 por Beyond.com y TheCareerNetwork titulado “The-Great-Divide”. En esta encuesta preguntaron a más de seis mil jóvenes y profesionales de RR.HH. su opinión sobre los miembros de esta generación. Los que evidencian los resultados es la gran diferencia que existe entre como perciben a los millennials los reclutadores y como se ven ellos mismos. Comparto con vosotros algunos ejemplos. Solo un 14% de los profesionales de Recursos Humanos opinan que los millennials destacan por sus habilidades interpersonales (people savvy) mientras que para el 65% de los millennials encuestados esta una de sus fortalezas. El 86% de los profesionales de RR.HH. ven a los millennials con una mayor competencia tecnológica que otros empleados, mientras solo un 35% de los millennials son de la misma opinión. El 82% de los millennnials se consideran leales a las compañías para las que trabajan mientras solo el 1% de los profesionales de RR.HH. opinan lo mismo y, ya para acabar, el 86% piensa que trabajan duro, una percepción con la que solo coinciden un 11% de los encuestados de Recursos Humanos.
Esta diferencia de puntos de vista es el motivo de que la red esté llena de artículos aconsejando a los jóvenes qué hacer para causar una mejor impresión a los reclutadores de generaciones anteriores. Aunque también nosotros podríamos cuestionarnos las cosas un poco más y ser un poco más críticos con nuestros estereotipos. Podríamos tener más presente que esos clichés son los que son porque observamos la realidad a través del filtro de nuestra experiencia en un mercado laboral muy distinto al actual y que también son producto del aluvión de información que recibimos sobre estos jóvenes, una información a menudo sujeta a procesos de groupthink dominados por las conclusiones de estudios llevados a cabo en unos contextos socioeconómicos muy determinados, y que no siempre son exportables al resto del planeta.
Es el caso, por ejemplo, de la competencia digital de los millennials. En mi opinión está sobrevalorada. Es verdad, son más hábiles con los cacharros tecnológicos porque los han usado desde edades más tempranas que nosotros. Pero esto de la competencia digital no se limita a saber utilizar dispositivos, como señalaba Jordi Adell en un celebrado video que se hizo viral hace unos años. Incluye también la capacidad de trabajar con información: buscarla, analizarla, evaluarla e interpretarla, así como crear y difundir nueva información; saber valorar cuáles de las soluciones hard y soft que la tecnología pone a nuestra disposición son las que mejor se adaptan a nuestras necesidades; aprender a interpretar y a expresarse en todos esos otros lenguajes que potencia la red, como es el lenguaje de los vídeos, las infografías, etc.; ser capaces de discriminar, ser críticos y selectivos con las diferentes fuentes de información que compiten por captar nuestra atención, y de transformar la información en conocimiento; y finalmente, adoptar unas pautas de conducta que nos ayuden a vivir y trabajar en un mundo en el que, con frecuencia, lo real y lo virtual se confunden. Y en esto a muchos millennials les queda mucho camino por andar, por mucho que sus mayores les veamos “superdigitalizados”. Y ellos lo saben.
También tenemos la creencia de que los millennials son particularmente poco fieles a sus empleadores cuando, como veíamos en los resultados de la encuesta de Beyond.com, ellos sí se consideran leales. Puede que lo que sucede es que lo que entienden unos y otros por lealtad son cosas distintas y el problema está en que muchos empleadores siguen esperando lealtad a cambio de nada, algo que para estos jóvenes, sobre todo para los más cualificados, ha pasado a la historia. Tenemos que tener en mente que, a diferencia de la anterior generación, a muchos de estos jóvenes les importa poco el número de trabajos diferentes que aparezcan en sus currículums o que les tilden de “job-hoppers”, buscan trabajos que les proporcionen un sentido del propósito y están dispuestos a sacrificar su vida personal solo hasta cierto punto. Pensemos, además, qué lealtad incondicional pueden esperar los empleadores de los miembros de una generación a la que se les ofrecen contratos precarios, salarios que no les permiten emanciparse y que han sufrido en primera persona, o a través de la experiencia de sus padres, como el mito del trabajo para toda la vida saltaba por los aires.
Otro estereotipo que creo deberíamos cuestionarnos es la idea de que los millennials son la primera generación global de la historia. Es cierto que internet ha acortado las distancias, que las sociedades son más multiculturales, que encontramos las mismas tiendas de ropa y los mismos restaurantes de comida rápida en todas las grandes ciudades del mundo, pero la realidad socioeconómica experimentada por los jóvenes de diferentes lugares del mundo y las historias que les han transmitido las generaciones anteriores no son las mismas, con lo que es lógico pensar que sus percepciones y actitudes frente al trabajo también serán distintas.
Un estudio elaborado por Universum junto al Emerging Markets Institute de Insead y la Head Foundation, titulado Understanding a misunderstood generation (comprendiendo a una generación incomprendida) nos ofrece datos que confirman esta diversidad. Por ejemplo, en África, 4 de cada 5 jóvenes cree que va a disfrutar de una mejor estándar de vida que sus padres. Sin embargo, en Europa Occidental solo lo piensan 1 de cada 2 (en España esa cifra se reduce al 13%). Otro ejemplo: en África un 41% de los jóvenes involucran a sus padres en sus decisiones de carrera, mientras que en Europa del Este apenas lo hace el 12%. Otro: En Asia casi el 60% esperan jubilarse antes de los 60 años, mientras que en Europa no llega al 15% los que esperan tal cosa. Otro: en América del Norte y Europa Occidental lo que más les atrae a los jóvenes de la posibilidad de acceder a un rol directivo es la oportunidad de influir sobre la organización, mientras que en Europa del Este son los mayores ingresos y en Oriente Medio el poder de tomar decisiones. Y otro más: Si pudieran elegir a su jefe lo que más valorarían los jóvenes norteamericanos y de Europa Occidental es que se trate de jefes “empoderadores”. En cambio lo que más valoran los jóvenes del Este de Europa es que sean expertos funcionales en su área y que les evalúen con criterios transparentes y objetivos.
Una diversidad geográfica a la que se suma otra cuestión, y es que aplicamos la misma etiqueta de “millennial” a una persona de 36 años y a una de 20, cuando es muy difícil que una y otra vean el mundo desde la misma óptica. No es solo que una haya podido trabajar ya más de 15 años y la otra esté todavía en proceso de incorporarse al mercado laboral o finalizando sus estudios. La cuestión es que con lo rápido que cambian las cosas en ese entorno V.U.C.A. del que tanto nos gusta hablar, sus experiencias vitales pueden haber sido muy muy diferentes. Sin ir más lejos pensemos en el caso de España. Los millennials de más edad se incorporaron al mundo del trabajo en un entorno donde España llegó a ser el país con la segunda mayor tasa neta de migración del mundo, los jóvenes abandonaban los estudios para trabajar en la construcción, los salarios crecían año tras año y los bancos daban a sus clientes créditos hipotecarios no solo para comprarse pisos de precios desorbitados, sino también para comprarse un coche e irse de vacaciones. Por el contrario, los millennials más jóvenes se han enfrentado a la búsqueda de su primer trabajo en un escenario muy distinto. Un país con una tasa de desempleo juvenil superior al 50%, donde los jóvenes cualificados emigran en busca de oportunidades, el número de “ninis” ha crecido hasta convertirse en un problema social, sus padres se han quedado en el paro y las desigualdades sociales han aumentado de manera alarmante.
En resumen, bajo el paraguas de los “millennials “ nos encontramos con una realidad tremendamente heterogénea, cuya diversidad no siempre logramos apreciar ni poner en valor desde las organizaciones. Deberíamos hacer un esfuerzo para superar la tentación de adoptar soluciones simplistas y entender que, aquí también, la verdadera gestión de la diversidad tiene poco que ver con etiquetas, y mucho con apreciar la individualidad de la persona humana.
Imagen: ITU Pictures bajo una licencia Creative Commons