El envejecimiento de la población española, y el consiguiente aumento de las tasas de dependencia, es uno de los principales desafíos a que se enfrenta nuestra sociedad a medio plazo, entre otros motivos porque pone en riesgo la sostenibilidad del sistema de protección social del que hemos disfrutado hasta ahora.
Los números hablan por sí mismos. Hace una década el porcentaje de la población con más de 65 años era tan solo el 17%, pero si se cumplen las proyecciones (preCovid), en 2050 uno de cada tres españoles superará esa edad.
Este fenómeno tiene una doble causa. Por un lado, el descenso de la natalidad, que en 2019 se situaba en 1,23 hijos por mujer, por debajo de la denominada tasa de reemplazo, y que es posible que en 2020 y 2021 descienda aun más a consecuencia de la crisis Covid.
Por otro lado, el aumento de la esperanza de vida. En concreto, entre 1965 y 2018 la esperanza de vida a los 65 años aumentó 5,9 años entre los hombres y 7,2 entre las mujeres, lo que nos ha convertido en uno de los países con una mayor esperanza de vida del planeta.
Pero no es solo que nos hagamos mas viejos. Además, dejamos antes de trabajar. En ese mismo período, la edad efectiva de jubilación en nuestro país descendió 7,3 años entre los hombres y 7,7 entre las mujeres situándose, respectivamente, en 62,1 y 61,3 años.
La consecuencia es que el tiempo que los españoles viven en situación de jubilación aumentó entre 1965 y 2018 la friolera de 13,2 años para los hombres y 14,9 años para las mujeres (Conde-Ruiz y González, 2021).
Lo que se traduce en un aumento significativo de las tasas de dependencia que previsiblemente se acelerará en los próximos años y nos convertirá en 2050, de acuerdo con las previsiones que sobre este tema hacen instituciones como Eurostat, el Instituto Nacional de Estadística y AIReF, en el cuarto país europeo con mayor tasa de dependencia después de Portugal, Grecia e Italia, y en el Estado en el que más habrá crecido este indicador entre 2019 y 2050.
Pero aun hay más. A lo anterior hay que sumar que el sistema público de pensiones de España es uno de los más generosos de nuestro entorno, con unas prestaciones que, en promedio, equivalen a un 80% del último salario del trabajador. Un modelo que ha provocado que en la última década mientras el gasto en pensiones en la zona euro creció un 27%, en nuestro país ese incremento ha sido de casi el 40%.
Un desafío ineludible
En este escenario es necesario que el futuro de las pensiones cobre protagonismo entre los temas objeto de debate público. Y de manera urgente.
Desde el Gobierno ya se han dado algunos pasos. Por ejemplo, en la reforma de 2011 del Pacto de Toledo se aprobó una ampliación del periodo de cálculo de las pensiones, que se elevó de 15 a 25 años, y un retraso progresivo en la edad de jubilación, de los 65 a los 67, mientras que en la agenda del actual ejecutivo hay planes de nuevas reformas que posiblemente afectarán a temas como la revalorización de las pensiones, las bases de cotización, el sistema de cálculo, la edad de jubilación, o las propias fuentes de financiación del sistema, incluyendo el complemento del sistema público con planes de empresa.
Pero también es necesario entender que estos planes del Gobierno no son la única vía posible. En este sentido, desde distintos foros se están planteando y debatiendo otras alternativas para garantizar el pago de las pensiones ante la realidad demográfica y laboral que se nos avecina. En esta línea, en las últimas semanas he tenido oportunidad de leer tres propuestas, las tres procedentes de la misma fuente –Fedea–, que me parecen particularmente sugerentes:
Cuentas nocionales individuales
En primer lugar, el planteamiento que hacen Enrique Devesa y Rafael Domenech en su artículo Las cuentas nocionales individuales: elemento central de la reforma del sistema de pensiones en España (2021). Ante las dificultades que suponen otras vías para asegurar la sostenibilidad del sistema de pensiones, como traspasar los ajustes necesarios a los futuros contribuyentes, cargando a estos con un aumento de impuestos que permita financiar las necesidades crecientes del gasto en pensiones, o hacer recaer los ajustes en los actuales pensionistas a través de revalorizaciones en las pensiones por debajo de la inflación para corregir el desequilibrio, estos dos economistas defienden la vía de implantar un sistema de cuentas nocionales individuales que elimine el desequilibrio actuarial y financiero del sistema e incentive el retraso de la edad de jubilación.
Se trata de un sistema de reparto y de contribución definida que establece el equilibrio actuarial entre aportaciones y pensiones. Para garantizar dicho equilibrio, la pensión se calcula teniendo en cuenta en valor presente tanto la suma acumulada de las aportaciones realizadas por el trabajador a lo largo de toda su vida laboral como la suma acumulada de las prestaciones que recibirá durante su jubilación. Como el sistema sigue siendo de reparto y, por tanto, las cotizaciones de los trabajadores activos financian las pensiones de los jubilados, el cálculo de la pensión inicial o su revalorización pueden ser modulados de acuerdo con las proyecciones económicas y demográficas para asegurar la sostenibilidad del conjunto del sistema. En cuanto a las pensiones mínimas, los autores plantean un mecanismo que complemente las pensiones de aquellas personas cuyas cuentas nocionales den lugar a pensiones por debajo de ese mínimo.
Respecto a la transición a este nuevo modelo, Devesa y Domenech argumentan que, aunque este sistema resuelve el problema de la sostenibilidad de las pensiones en el momento de su implantación completa, no resuelve el déficit de las pensiones en el sistema ni el que, de forma decreciente, seguirá acumulándose hasta esa fecha, problema que será necesario abordar, o bien a través de revalorizaciones anuales por debajo de la inflación (salvo para las pensiones mínimas) o aportando ingresos adicionales al sistema hasta que este alcance el equilibrio.
En este artículo los autores también defienden la conveniencia de incentivar el ahorro a través de sistemas complementarios de capitalización individual que incentiven a las personas a retrasar su edad efectiva de jubilación y que se articulen en la forma de una cuenta única que sea portable entre empleadores y que se nutra de las aportaciones que tanto estos como el propio trabajador vayan haciendo durante la vida laboral de la persona. Además, argumentan los autores, los trabajadores deberían poder elegir la gestión pública o privada de su cuenta de capitalización.
Asegurar la gran edad
Una segunda propuesta, que también constituye un buen material para la reflexión, es la que plantea José Antonio Herce en su artículo Asegurar la gran edad (2021). Para este economista, una de las claves de la reforma del sistema de pensiones pasa por entender que los 65 años (o los 67) ya no representan lo mismo que hace un siglo. La esperanza de vida se ha elevado significativamente (la esperanza de vida que una persona de 65 años tenía en 1900 es la misma que hoy tiene una persona de 81) y, en consecuencia, necesitamos replantearnos cual es ahora esa “gran edad” que la Seguridad Social debe asegurar a través de un sistema público de pensiones. En concreto, lo que propone el autor es indexar esa edad a la esperanza de vida.
Evidentemente, el autor no propone retrasar la edad de jubilación a los 81 años, o cualquiera que sea esa “gran edad” que debe asegurar la Seguridad Social. Lo que plantea es un sistema mixto compuesto por esquemas de reparto (Seguridad Social) y capitalización (pensiones ocupacionales), con la particularidad de que, en lugar de superponerse, ambos esquemas se sucederían en el tiempo.
En este “sistema mixto de dos etapas”, los trabajadores aportarían a lo largo de su vida laboral tanto a la Seguridad Social (sistema que se estructuraría en torno a un modelo de cuentas nocionales individuales similar al que hemos visto antes) como a un esquema de capitalización de pensiones ocupacionales (sistema de empleo).
El trabajador sería quien decidiría, dentro de un tramo de edades, cuando abandona total o parcialmente su actividad laboral, y en ese momento comenzaría a recibir una renta temporal resultado de la capitalización de sus aportaciones (y las de su empleador) a ese sistema de empleo. El pago de esta renta finalizaría cuando la persona alcance una “gran edad” (que se determinaría en función de la esperanza de vida), momento en el que esa renta temporal sería sustituida por una renta vitalicia a cargo de la Seguridad Social.
Para Herce, este sistema ofrece varias ventajas. Para empezar la suficiencia de las pensiones públicas queda mejor protegida porque el período en el que interviene este tipo de prestaciones se reduce de forma significativa. En segundo lugar, este sistema proporciona a los trabajadores un mayor margen para adaptar su proceso de jubilación a su situación o preferencias personales. En tercer lugar, al tratarse de rentas temporales, las pensiones ocupacionales se vuelven mucho más baratas (incluso en el caso de estar aseguradas) comparado con el coste que tendrían en caso de tratarse de rentas vitalicias.
¿Y qué pasa con los trabajadores de la ‘economía de plataforma’?
Para acabar, la tercera propuesta nos la plantea Luz Rodríguez, profesora de Derecho del Trabajo de la Universidad de Castilla La Mancha y miembro del consejo científico de Future for Work Institute.
El problema específico que Luz aborda en su artículo Las pensiones y las nuevas formas de empleo de la revolución digital (2021) es el de la protección de los trabajadores de la denominada ‘economía de plataforma’ que quedan fuera del alcance de la ‘Ley Rider’ y siguen desempeñando su actividad como trabajadores autónomos.
Evidentemente, la primera alternativa posible es que esos autónomos que trabajan a través de plataformas adquieran la condición de asalariados, tal como ha sucedido con los riders. Pero también es posible que se trate de verdaderos autónomos. En ese caso, argumenta Luz, una opción es que las protecciones sociales de las que disfrutan los trabajadores asalariados se extiendan a los trabajadores autónomos lo cual, a su vez, nos abre dos nuevas alternativas: O bien el modelo de protección social se desacopla del empleo, tal como sucede en los países nórdicos, de manera que todos los trabajadores disfrutan del mismo nivel de protección con independencia de que sean asalariados o autónomos, y las prestaciones que reciben se financian vía impuestos; o bien se mantiene el sistema de Seguridad Social, pero reduciendo las diferencias entre empleo dependiente y autónomo, tanto por lo que respecta al nivel de protección que reciben los trabajadores como por lo que respecta a la forma en que se financia el sistema para unos y otros.
Respecto a esta última alternativa es importante tener presente, por ejemplo, que en Portugal el empresario paga cotizaciones a la seguridad social por los trabajadores autónomos económicamente dependientes, mientras que en Francia se permite que las plataformas coticen por sus trabajadores autónomos.
Es verdad que en España esto nos puede sonar raro, pero, como plantea Luz al final de su artículo, si ya a nadie le extraña que se hable de la posibilidad de que las empresas coticen a la Seguridad Social por los robots que utilizan, ¿por qué deberíamos extrañarnos de que se hable de que las plataformas coticen por los trabajadores humanos que prestan sus servicios a través de ellas?