La dualidad de nuestro mercado de trabajo es uno de los grandes problemas que arrastramos en España desde hace décadas. A efectos prácticos, significa que los trabajadores se dividen en dos grandes clases en función del tipo de contrato que les vincula con su empleador. Por un lado, los trabajadores temporales, la mayoría sujetos a condiciones precarias y a una alta rotación. Por otra, los trabajadores «fijos», que disfrutan de un nivel de protección muy superior y entre los que se observa una movilidad voluntaria muy baja.
¿A qué se debe este fenómeno?
Se trata de un problema normativo. Debido a la forma en que están regulados unos y otros, a los empleadores españoles les sale más caro hacer contratos indefinidos que contratar trabajadores temporales. Las indemnizaciones de los trabajadores temporales son inferiores a las que recibiría cualquier trabajador indefinido con un mínimo de antigüedad. Además, el coste de terminar un contrato temporal es una cantidad cierta, mientras que en el caso de los indefinidos la indemnización a pagar por la empresa puede acabar dependiendo de cómo califique un juez de las causas que han llevado al despido del trabajador. A esto hay que sumar unas sanciones muy reducidas en caso de que la empresa no respete las limitaciones legales a la temporalidad, que hace que algunos empleadores estén dispuestos a asumir este riesgo. De este modo, los trabajadores temporales se han convertido en el instrumento que muchas empresas utilizan para poder ajustar sus estructuras y sus costes ante posibles variaciones de la demanda, cambios tecnológicos o incluso, como hemos visto en el caso de la pandemia de COVID-19, situaciones de fuerza mayor.
El resultado es que las empresas españolas recurren a los contratos temporales con mucha más frecuencia que las de otros países de nuestro entorno. No hay más que ver los números. Según Eurostat, en 2020 el 20,2% de los trabajadores españoles tenía un contrato temporal, prácticamente el doble que el promedio de la UE-27 (10,5%). Popularmente se suele atribuir esta mayor temporalidad a la estructura sectorial del empleo en nuestro país, dado el peso de sectores como el turismo, la hostelería o la construcción. Sin embargo, los datos nos revelan que la mayor temporalidad es un problema endémico que encontramos en todos los sectores y en todos los grupos de edad por mucho que, tal como sucede en la mayoría de los países, los contratos temporales sean mucho más frecuentes entre los jóvenes que entre los trabajadores de más edad, lo que nos devuelve a la verdadera causa del problema: nuestro marco normativo.
¿Por qué la dualidad del mercado de trabajo es un problema?
Por varios motivos. Desde la perspectiva de los trabajadores, un mercado de trabajo dual significa que muchas personas se encuentran atrapadas en una sucesión interminable de contratos temporales, con condiciones económicas muy precarias, lo que impacta en los niveles de desigualdad. En el caso de los jóvenes, esta circunstancia dificulta su emancipación y los lleva a retrasar el momento de la paternidad, o a decidir no tener descendencia, con el consiguiente impacto que esto tiene en la demografía del país. Las altas tasas de temporalidad también son responsables de que cada vez que hay una crisis económica no son solo los jóvenes que se incorporan al mercado de trabajo en ese momento quienes sufren un «efecto cicatriz» por las dificultades sufridas en ese momento tan crítico de su carrera profesional, sino que, a diferencia de otros países, en España las crisis provocan la devaluación de los salarios de ese grupo menos favorecido del mercado laboral que forman los trabajadores temporales, de modo que cuando se reincorporan al mercado de trabajo una vez superada la crisis muchos lo hacen en peores condiciones que antes de que sucediera esta. A esto hay que añadir que, como estos trabajadores temporales no van a estar mucho tiempo trabajando para la empresa, muchas compañías les excluyen de sus iniciativas de formación, con el consiguiente perjuicio tanto para las carreras profesionales y la empleabilidad de estas personas como para su productividad. Algo que nos puede dar más o menos igual si lo que queremos es perpetuar una economía basada en actividades de bajo valor añadido que pueden realizarse con trabajadores temporales de escasa formación, pero desde luego no es la mejor fórmula para construir ese «nuevo modelo productivo» que desde hace unos años proclaman partidos políticos de muy distintos signos.
Reforma laboral 2021: un paso en la dirección correcta
En este contexto, vistos los problemas que la dualidad entre trabajadores fijos y trabajadores temporales lleva años generando para nuestra economía y nuestra sociedad, creo que es justo reconocer que la reforma aprobada esta mañana en el consejo de ministros, y acordada la semana pasada por gobierno, patronal y sindicatos, es un paso en el buen camino.
En primer lugar, porque se trata de un acuerdo. Un acuerdo, además, pragmático y moderado para llegar al cual todas las partes han tenido que ceder posiciones con generosidad, algo a lo que, por desgracia, no estamos demasiado acostumbrados en nuestro país. No podemos olvidar que históricamente los consensos han sido la excepción en las distintas reformas que ha experimentado la normativa laboral española en lo que llevamos de siglo, y que tres de esas reformas (las de 2002, 2010 y 2012) provocaron otras tantas huelgas generales. Es verdad que esta vez había un motivo adicional de peso para que las partes alcanzaran un acuerdo. Me refiero al «componente 23» del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, a cuyo cumplimiento está condicionada la llegada de la siguiente remesa de fondos europeos destinados a reparar los daños provocados por la crisis del COVID-19, y en el que se recoge el compromiso del Gobierno de España de «abordar a través del diálogo social un paquete equilibrado y coherente de reformas que permitan reducir el desempleo estructural y el paro juvenil, reducir la temporalidad y corregir la dualidad del mercado laboral, aumentar la inversión en capital humano, modernizar los instrumentos de negociación colectiva y aumentar la eficacia y eficiencia de las políticas públicas de empleo». Pero en el fondo, que lo hayan hecho impulsadas por este «pequeño incentivo» de casi 12.000 millones de euros es lo de menos. La buena noticia es que han llegado a un acuerdo y, una vez que han comprobado que llegar a acuerdos no es una misión imposible ni un signo de debilidad, sino todo lo contrario, podrían aficionarse a este modus operandi.
Por lo que respecta al contenido de la reforma, entre los cambios normativos acordados por los agentes sociales, hay varios directamente orientados a reducir la dualidad de nuestro mercado de trabajo. Para empezar, el contrato indefinido se convierte en la norma al tiempo que se enfatiza el carácter causal de los contratos temporales con lo que, en caso de celebrar un contrato temporal con un trabajador, ahora la empresa tendrá que especificar en el contrato «con precisión» la causa y circunstancias concretas que justifican ese contrato temporal y «su conexión con la duración prevista». Además, se reduce de 24 meses en un período de 30 meses a 24 meses en un período de 18 el tiempo máximo que una persona puede estar contratada a través de contratos temporales para una misma empresa o grupo de empresas antes de adquirir la condición de trabajador indefinido.
También se reducen los tipos y la duración de los contratos temporales. Con la reforma los contratos temporales solo podrán ser de dos tipos: formativos o estructurales. Dentro de los contratos formativos se distinguen dos clases. El contrato de alternancia, pensado para la formación dual, estará destinado únicamente a los menores de 30 años, combinará trabajo y formación y su duración no podrá ser inferior a los tres meses ni superior a los dos años. El de prácticas dependerá en gran parte del convenio de cada sector, podrá prolongarse entre seis meses y un año de duración y sólo podrá utilizarse durante los tres años posteriores al fin de los estudios del trabajador.
Los contratos temporales de carácter estructural, por su parte, podrán celebrarse para sustituir la ausencia de un trabajador o por circunstancias de la producción. Si la causa son incrementos imprevisibles de producción u oscilaciones en la demanda, podrán celebrarse con una duración máxima de seis meses (o un año si el convenio del sector recoge esta posibilidad). En cambio, si el incremento es previsible –campañas agrícolas o épocas de mayor consumo en sectores como el comercio o la hostelería– estos contratos estarán limitados a un periodo máximo de 90 días no consecutivos al año. De ahí el mayor protagonismo que adquiere el contrato fijo-discontinuo, que se posiciona como la «fórmula idónea para la realización de trabajos de naturaleza estacional o vinculados a actividades productivas de temporada».
Cabe destacar también la desaparición del contrato temporal de obra y servicio, uno de los tipos de contratos temporales más utilizado (y del que más se ha abusado) en los últimos años, que parcialmente se compensa con la introducción de un nuevo contrato indefinido de obra para el sector de la construcción. La principal novedad es que en este nuevo contrato al finalizar (o suspenderse) la obra la empresa estará obligada a hacer una «propuesta de recolocación» al trabajador y formarle para ello si fuera necesario, si bien también se contempla que el contrato «podrá extinguirse por motivos inherentes a la persona trabajadora».
Asimismo, hay que señalar el endurecimiento de las sanciones por utilización fraudulenta de los contratos temporales. Además de elevarse el importe máximo de las multas a 10.000 euros, se considerará una infracción por cada persona contratada fraudulentamente, en lugar de una única infracción por empresa, como sucedía hasta ahora. Una medida que probablemente hará que algunos de los empleadores que anteriormente decidían correr el riesgo de ser multados ahora se lo piensen dos veces.
¿Y cómo consiguen ahora las empresas la flexibilidad que necesitan?
La anterior batería de medidas debería traducirse a lo largo del próximo año en una reducción de la tasa de temporalidad de nuestro país que, como hemos visto al principio, es muy superior a la de otros países europeos, y posiblemente lo consigamos. Ahora bien, las empresas van a seguir necesitando mecanismos de flexibilidad para poder sobrevivir en un entorno incierto y en cambio continuo. Así que, si se quedan sin la posibilidad de utilizar los contratos temporales con este fin (o sin la posibilidad de utilizarlos con la intensidad con que muchas venían haciéndolo), ¿a qué otros mecanismos podrán recurrir a partir de ahora las empresas para ganar flexibilidad en un contexto donde su competitividad depende en gran medida de su capacidad de reconfigurarse a medida que cambia el entorno?
Probablemente, este desafío tan evidente es la causa de que, aunque las regulaciones de los convenios sectoriales ahora prevalecerán frente a los de las empresas respecto a salario y jornada laboral, los convenios de empresa seguirán disfrutando de libertad para regular, entre otros aspectos, el horario y la distribución del tiempo de trabajo, o la elección entre abono o compensación de horas extra. O de que, a pesar de las posiciones en contra expresadas tanto por gobierno como sindicatos al inicio de la negociación, se hayan mantenido muchos de los mecanismos de flexibilidad introducidos por la tan denostada reforma laboral de 2012…
A este mismo objetivo de dotar a las empresas de una flexibilidad que ya no van a poder obtener a base de trabajadores temporales, también apunta la potenciación de los expedientes de regulación temporal de empleo (ERTE) para evitar despidos colectivos, con reducciones en las cotizaciones a la Seguridad Social condicionadas a la realización de acciones formativas y al mantenimiento del empleo, así como unos nuevos ERTES estructurales, denominados Mecanismo RED de Flexibilidad y Estabilización del Empleo, que contarán con dos modalidades: una cíclica, cuando se aprecie una coyuntura macroeconómica que aconseje la adopción de instrumentos de estabilización; y otra sectorial, a la que podrán acogerse las empresas cuando un determinado sector aprecie cambios que generen necesidades de recualificación y de transición profesional.
Es verdad que, ya puestos, se podría haber aprovechado la ocasión, además de para poner orden en el empleo temporal, para introducir otras reformas orientadas a dotar de un mayor dinamismo al empleo «fijo», cuya actual regulación limita la movilidad de muchos trabajadores que, aun deseando un cambio profesional, no se animan a dar el paso porque dejar su empleo supone renunciar a la indemnización por despido que han acumulado durante los años que llevan trabajando para la misma empresa. En este sentido, hubiera estado bien que los agentes sociales se hubieran atrevido a avanzar, tal como proponía el Banco de España hace unos meses, hacia un sistema mixto en el que los trabajadores dispusiesen de un fondo, al estilo de la denominada «mochila austriaca», financiado por sus empresas, que van a acumulando mientras trabajan y que traspasan de un empleador a otro (o pueden hacer líquido en ciertos supuestos). Una cantidad a la que, en caso de despido, se sumaría una indemnización cuyo importe, tal como sucede ahora, variaría dependiendo si el despido está o no justificado, aunque la cantidad sería menor, ya que se tendrían en cuenta las aportaciones realizadas por la empresa a la «mochila» del trabajador. Asimismo, podría haber sido una oportunidad de revisar la regulación de las causas de despido, aunque no tanto en el sentido de facilitar los despidos como de reducir la incertidumbre a la que se enfrentan hoy en día los empresarios sobre la calificación jurídica de ciertas situaciones.
Pero, en fin, ya sabemos que esto es lo que tienen los acuerdos…
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