Después de cobrarme, el vendedor me entregó la bolsa con el producto que acababa de comprar y un pequeño obsequio.
“Una última cosa. La semana que viene le llegará desde nuestra central un correo electrónico para que valore el servicio que ha recibido. Le agradeceré, por favor, que me valore con cinco estrellas. Es la nota más alta, pero es la única que nos cuenta. Ya sabe cómo son las empresas…”
Fue la semana pasada en una tienda de electrónica de Barcelona, aunque perfectamente podría haber sucedido en unos grandes almacenes, en un hotel, después de un viaje en un VTC, o tras una conversación telefónica con un teleoperador de una aseguradora.
La escala de evaluación también podría haber sido distinta. En vez de una escala de cinco estrellas, podría haberme pedido que eligiera entre caritas tristes o sonrientes, o que valorase el servicio en una escala del 0 al 10. También podría haber sucedido que, en lugar de enviarme un correo electrónico, me hubiesen hecho la encuesta por teléfono, o que mi interlocutor me hubiese pedido mi valoración “en caliente” antes de irme del establecimiento…
Coincidiréis conmigo que este tipo de situaciones (en que una persona que trabaja de cara al público pide a los clientes o usuarios con quien ha interactuado no solo que evalúen el servicio recibido sino que, cuando lo hagan, lo evalúen con la máxima puntuación posible) se han convertido, tristemente, en algo habitual.
***
Apenas un par de días después de la escena anterior, mi familia y yo decidimos parar en Vicio a comprar algo de comida para llevar a casa.
Vicio se define como “un restaurante digital con la web en proceso de construcción (tan contradictorio como cierto)”. Esta condición de “restaurante digital” se refleja, por ejemplo, en su apuesta por la entrega a domicilio (no hay más que ver el número de riders que se concentran en el exterior de su establecimiento a cualquier hora) y en que, si acudes personalmente al restaurante a por tus hamburguesas, te pedirán que tú mismo tramites el pedido y hagas el pago a través de su web. Una vez que el pedido está listo recibes un SMS y puedes pasar por el mostrador a recogerlo.
Pues ahí estaba yo recogiendo mi pedido cuando me enfrenté a mi segunda “evaluación del servicio” en tres días. Pensé que iba a ser lo mismo de siempre, y que la persona que me atendió me pediría que por favor la evaluase con la mejor puntuación posible. Sin embargo, esta vez las cosas fueron diferentes:
“Este código QR en el ticket lleva a nuestro cuestionario de evaluación del servicio. Te agradeceré mucho si luego, cuando te hayas comido las hamburguesas, puedes entrar y valorarnos. Si hay cualquier cosa que no te ha gustado, o que creas que podemos mejorar, por muy pequeña que sea, por favor dínoslo. Para nosotros es muy importante. Estamos empezando y queremos aprender y hacerlo mejor.”
A pesar de que lo que decía aquella persona tenía todo el sentido, para mí fue una sorpresa. También me llamaron la atención las palabras escritas sobre el código QR que daba acceso al cuestionario de evaluación:
“Danos lo nuestro”.
Le felicité por la actitud que demostraban sus palabras. Pero, en el fondo, también le estaba felicitando por la pregunta que me provocaban:
¿Por qué los empleados de unas empresas suplican a sus clientes que les evalúen con la nota más alta mientras que los empleados de otras insisten en que les digan toda la verdad?
Llegado el momento de pedir feedback a clientes y usuarios sobre el servicio recibido, ¿por qué los empleados de unas empresas suplican a sus clientes que les evalúen con la nota más alta, mientras que los empleados de otras insisten en que les digan toda la verdad?
Lo que me dicen algunas personas cercanas que están sometidas a este tipo de sistemas en su trabajo sugiere que mucho depende de lo que los trabajadores piensan que su empresa va a hacer con esas evaluaciones (aunque luego eso no sea lo que la empresa realmente haga). Esas expectativas pueden venir de experiencias del trabajador en el pasado, de lo que otras personas le han dicho que han vivido en esa empresa o en otra diferente, o de la que esa persona entienda que es “la forma habitual de hacer las cosas” en esa organización.
Si la persona que presta el servicio cree que si recibe una evaluación negativa (o una evaluación que no sea la máxima) corre el riesgo de perder un incentivo económico, de que su jefe “le pegue un toque”, o de que la incluyan en una “lista negra”, es humano que esa persona ruegue a sus clientes que evalúen el servicio con la máxima nota de la escala, independientemente de que esta se corresponda o no con la calidad del servicio prestado, o con el nivel de exigencia del cliente.
En cambio, si entre las personas que trabajan para la organización existe un entendimiento compartido de que las evaluaciones de los clientes son, ante todo, un instrumento para la mejora y el aprendizaje que puede ayudar a la empresa a prestar un mejor servicio a sus clientes, a diferenciarse de sus competidores, y a conseguir unos mejores resultados económicos de los que los trabajadores pueden acabar siendo partícipes, entonces la historia puede ser muy distinta.
En 2018, en un artículo publicado en la web de Future for Work Institute, Adrián Todolí nos advertía de los riesgos que corren las empresas que toman decisiones disciplinarias sobre sus trabajadores en base a las evaluaciones negativas que hacen sus clientes, entre otros motivos porque es fácil que algunas de esas evaluaciones estén contaminadas por sesgos discriminatorios de los clientes o que, directamente, sean un “invento” de algún competidor de la empresa, o de un exempleado enfadado. Ahora sabemos que lo mismo que muchas evaluaciones negativas de clientes pueden no ser ciertas, muchas evaluaciones positivas pueden estar infladas por esa práctica, cada vez más común entre las personas que trabajan de cara al público, de rogar a los clientes y usuarios que atienden que les evalúen con la mejor nota posible.
Esto las empresas deberían tenerlo muy en cuenta y repensar tanto los métodos que utilizan para obtener feedback de sus clientes como, sobre todo, el uso que hacen de esos datos, ya que de ello depende mucho la actitud de sus trabajadores frente a estos sistemas y, en último término, la calidad de los datos capturados.
Además, si no hacen nada al respecto, ¿qué credibilidad pueden tener los directivos de esas empresas cuando dicen en sus discursos que “el cliente es lo primero”, o que quieren fomentar en sus organizaciones una “cultura del dato”, si lo que nos dicen con sus hechos (y con el comportamiento de sus trabajadores) es que la calidad de los datos de quienes se supone que son sus principales stakeholders –sus clientes– les preocupa más bien poco?
Epílogo
Por si os pica la curiosidad sobre cómo terminaron las dos situaciones que explicaba al principio de esta entrada, contaros que, a pesar de que al cabo de un par de días recibí el anunciado correo electrónico, al final no hice la evaluación del primer vendedor. En el segundo caso, en cambio, me cuidé de conservar el ticket con el QR que daba acceso al cuestionario de evaluación, y ya en mi casa, después de haberme comido la hamburguesa, me tomé mi tiempo para completarlo. Y, por cierto, no evalué todos los aspectos con la puntuación más alta. Aunque esto no quiere decir que me llevará una mala impresión del establecimiento, la comida o el servicio recibido. Al contrario. Ojalá que cuando crezcan sigan igual en la mayoría de las cosas. Entre ellas la actitud con que sus trabajadores abordan las evaluaciones de sus clientes.