Estamos en plena revolución de los datos masivos, o “big data”. En nuestro mundo digitalizado e hiperconectado cada segundo se generan ingentes volúmenes de datos, pero gran parte de ellos no se aprovechan. De hecho, hoy en día uno de los grandes desafíos a los que se enfrentan las organizaciones es cómo capturar y procesar toda esa información, para luego poder tomar mejores decisiones.
Por ejemplo, las empresas siempre han deseado conocer a sus clientes y consumidores con el mayor detalle posible: sus hábitos de compra, qué otras cosas les gustan, cuándo están más receptivos a escuchar qué promociones, etc. Hoy, gracias al “big data”, están más cerca de saberlo. De ahí que las empresas inviertan importantes cantidades en soluciones de “business intelligence” y que en un celebrado artículo, publicado en la Harvard Business Review hace ahora un año, Thomas Davenport y D.J. Patil considerasen que el trabajo más “sexy” del siglo XXI será el de científico de datos (Data Scientist).
El fenómeno “big data” también está transformando la relación de las organizaciones con sus colaboradores, empezando por cómo las empresas seleccionan a sus nuevos empleados. Así observamos como los responsables de RR.HH. tratan de explotar la gran cantidad de información que existe en internet sobre los candidatos a través de soluciones de “reclutamiento algorítmico”, diseñadas para extraer significado de lo que esas personas dicen o de los contenidos que cuelgan en la Red, una práctica, por otra parte, no exenta de polémica, como argumentaba Enrique Dans en una reciente entrada en su blog.
Asimismo, vamos hacia unos entornos laborales donde todo está medido y cuantificado, donde una mayor proporción de nuestro trabajo queda registrado a través de una variedad de nuevos medios digitales que se suman a los tradicionales ERPs y suites ofimáticas. En este sentido se habla del “empleado cuantificado” como una de las tendencias emergentes en el mundo del trabajo.
En este contexto surgen empresas como Sociometric Solutions, dedicada a comercializar sensores que registran las conversaciones cara a cara de los empleados con otros compañeros: con quién hablan, cuánto rato hablan, incluso su tono de voz. Los datos capturados a través de estos dispositivos se suman a otros muchos que se pueden obtener de los sistemas de comunicaciones y de gestión de la empresa, y al cruzarlos se extraen interesantes conclusiones que pueden inspirar decisiones que mejoren el rendimiento de la organización.
De este modo, las empresas disponen de información para configurar contextos organizativos que favorezcan la productividad, la creatividad o la comunicación, unas decisiones que hasta ahora, en muchos casos, se tomaban por pura intuición. Como, por ejemplo, el tamaño de las mesas del comedor de la empresa, una cuestión aparentemente intrascendente pero de la que depende que los empleados desarrollen relaciones interpersonales más intensas y redes sociales más cohesivas; o el tamaño de las salas de reuniones para que se ajuste al de los grupos que realmente se juntan en ellas.
Estos nuevos entornos laborales estrechamente monitorizados también tienen ventajas para los individuos que trabajan en ellos: información al instante sobre su rendimiento y el de la organización en su conjunto, una mayor autonomía para experimentar nuevas formas de organizar su trabajo, la tranquilidad de trabajar en un contexto donde las decisiones sobre personas son más objetivas,…
Incluso pueden ayudarles a tener más de esos encuentros fortuitos de los que surgen tantas buenas ideas, recomendándoles con quién hablar porque hace tiempo que no lo han hecho, porque el sistema sabe en qué cuestiones está trabajando cada uno, o porque tiene información de que cada vez que han interactuado ha mejorado su rendimiento.
Sin embargo, debemos admitir que nos movemos en un terreno resbaladizo, ya que la línea que separa este mundo del “big data” del universo descrito por Orwell en 1984 es muy fina. Y esto es así por mucho que la empresa garantice a los empleados que la información que la compañía recibe sobre ellos a través de estos sistemas es información agregada, o les dé a sus colaboradores la opción (opt-out) de no participar en este tipo de iniciativas. La realidad es que esas soluciones tecnológicas, que parece deberían favorecer la calidad de las decisiones, la agilidad organizativa, la transferencia de conocimiento, y la autonomía individual en unos contextos laborales donde lo que priman son los hechos, pueden servir a un fin muy distinto si los dirigentes de las empresas que las adoptan, en el fondo, siguen creyendo en el «ordeno y mando», y en que un directivo «como Dios manda» debe tenerlo todo y a todos continuamente controlados.
De ser así, esos dirigentes descubrirán que estas nuevas herramientas son unos instrumentos fantásticos para tener a su gente todavía más controlada que antes, ejercer ese «micromanagement» que tanto les gusta y conseguir que sus empleados sientan en todo momento su aliento (aunque sea digital) en el cogote.
En ese caso, estas soluciones tecnológicas potenciarán una cultura de la presencia “con esteroides”, capaz de alcanzar a los colaboradores que trabajan de forma remota, o incluso dar pie a que se anulen políticas de teletrabajo, ya que esos dirigentes podrán argumentar que estando todos los miembros de la organización bajo un mismo techo podrán emplear esos dispositivos que registran sus desplazamientos por el lugar de trabajo, sus conversaciones en la máquina de café, o el tiempo que emplean para ir al baño, para descubrir como ser todavía más productivos. Sin pararse a pensar que una cultura así también puede llevar a la “parálisis por el análisis”, y muy probablemente ahogará la creatividad y la iniciativa que tanto necesitan las organizaciones para sobrevivir en un entorno volátil, incierto y complejo.
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