Una cuestión que antes o después acabará influyendo en el futuro del trabajo -y que, por tanto, los profesionales de la gestión del capital humano de las organizaciones no deberían perder de vista- es la progresiva utilización de soluciones tecnológicas para potenciar las capacidades de las personas más allá de sus límites naturales.
Algunas de las más prestigiosas instituciones científicas del Reino Unido, la Royal Society, la Academy of Medical Sciences, la British Academy y la Royal Academy of Engineering, han reconocido la trascendencia y la naturaleza multidisciplinar de este fenómeno y han unido fuerzas para analizar sus implicaciones en el futuro del empleo en un estudio titulado Human Enhancement and the Future of Work, cuyas conclusiones recogía Iván Gil en un inspirador artículo publicado en El Confidencial hace pocas semanas.
El perfeccionamiento humano (human enhancement) es un tema que ha sido tratado con frecuencia en el cine, los cómics o la literatura de ficción: Los “alfas” del mundo feliz de Huxley, el Capitán América, Spiderman, Neo el protagonista de Matrix, o incluso Astérix y Obélix son ejemplos de “humanos perfeccionados” que, a través de distintos medios, consiguen capacidades físicas o cognitivas superiores a las de una persona normal.
Pero como os habréis dado cuenta, vivimos en una era donde la realidad, a menudo, supera la ficción.
En el mundo del deporte, el perfeccionamiento humano es una cuestión que levanta polémica desde hace tiempo: Desde cómo afecta el uso de ciertos trajes de baño a la velocidad de los nadadores, a la ventaja que le podrían dar a Oscar Pistorius sus piernas ortopédicas, pasando por la posible utilización de terapias génicas por algunos deportistas en los Juegos Olímpicos de Londres para mejorar su rendimiento.
En el ámbito militar, los ejércitos aprovechan la tecnología para dotar a sus soldados de visores de realidad aumentada y chalecos antibalas más eficaces, pero también experimentan con soluciones de estimulación transcraneal por corriente continua (tDCS) para aumentar su capacidad de identificar amenazas, con la posibilidad de conectar sus cerebros directamente a sistemas de armamento, o con fármacos que reducen la fatiga en situaciones de combate.
En el campo académico preocupa la popularidad que tienen entre los estudiantes ciertos medicamentos para potenciar la concentración o la memoria, que los jóvenes pueden conseguir fácilmente en Internet a pesar de que no estén a la venta en farmacias por la falta de evidencia de que no tengan efectos secundarios perjudiciales a largo plazo. Tanto es así que hay quien plantea la necesidad de llevar a cabo controles anti dopaje en los exámenes.
Al mismo tiempo, nos enteramos de que ya es posible fabricar músculo artificial de nanofibras hasta 200 veces más fuerte que el músculo humano, o imprimir cartílago en una impresora 3D, o conectar nuestros cerebros y comunicarnos sin la intermediación del lenguaje, o implantar recuerdos, como Arnold Schwarzenegger en Total Recall.
Para una empresa resulta tentador pensar en los beneficios que podría reportarle recurrir a algunos de estos medios para disponer de empleados más saludables, o más inteligentes, o más simpáticos, o con una mayor capacidad de aprendizaje, o que resisten mejor el estrés, o mejor preparados para discriminar entre los numerosos inputs que tratan de captar su atención en un mundo infoxicado.
Podemos imaginar, además, cómo la aplicación de algunas de esas soluciones al mundo laboral permitiría a muchas personas superar limitaciones físicas o cognitivas que les marginan del mercado de empleo, o cómo podrían ayudar a mantener la productividad de una fuerza de trabajo envejecida.
Sin embargo, ¿dónde está el límite?
El uso de esas tecnologías bien podría representar el fin del derecho a disponer de espacios de trabajo adaptados, ya que las empresas podrían acabar pasando a la persona discapacitada la responsabilidad de “perfeccionarse” si quiere acceder a un empleo.
¿Y qué sucede si esas soluciones son utilizadas por personas “normales” para competir con otros candidatos que optan a un trabajo, o para destacar frente a sus compañeros y lograr ascensos u otras recompensas? ¿Es lícita la ventaja que conseguirían esas personas frente a otras que no tienen acceso a esos medios, o no desean emplearlos?
Por otra parte, ¿sería discriminación si una empresa sólo contrata a empleados “perfeccionados”, pero ofrece a sus candidatos “no perfeccionados” la posibilidad de “perfeccionarse”?
¿Y qué pasa con los padres que, bienintencionadamente, podrían recurrir a esas soluciones para hacer a sus hijos más competitivos en el mercado de empleo?
¿Y con la regulación de los tiempos de trabajo y descanso en un escenario donde los empleados perfeccionados no se cansarían tanto?
¿En qué medida todos estos avances pueden suponer una amenaza para la libertad y dignidad de las personas?
¿Qué deberían hacer la sociedad y las administraciones al respecto?
Podemos hacer el avestruz, pero el debate está servido.
Imagen Antonio Zugaldia bajo licencia Creative Commons
Excelente post. Gracias por compartirlo. Un saludo.
Me han recomendado este blog, muy buen artículo creo que es bueno para mi desarrallo como estudiante de UTEL en Negocios Internacionales. Saludos