Empresarios y directivos deberían preocuparse más sobre en qué medida los valores que transmiten con sus actos contribuyen al desarrollo de las capacidades de las que depende la competitividad de su empresa.
Hoy en día muchas empresas se encuentran inmersas en un contexto volátil e incierto. Desarrollan su actividad en un entorno hiperconectado y globalizado, en el que procesos, tecnologías e incluso el conocimiento dejan de representar una ventaja en cuestión de meses. En consecuencia, su competitividad depende más que antes de su adaptabilidad y capacidad de innovación, pero, sobre todo, de su habilidad de mantener ambos atributos a lo largo del tiempo. Como decía Michael Hammer: «hoy el secreto del éxito no es tanto prever el futuro como construir una organización capaz de prosperar en cualquiera de los futuros que no podemos prever».
Adaptabilidad e innovación se perfilan así como la única fuente sostenible de ventaja competitiva para un número creciente de compañías, con la particularidad de que hoy el mundo es demasiado complejo para que cuestiones de tal trascendencia sean del dominio exclusivo del estamento directivo. Por eso más organizaciones se deciden a implantar mecanismos, como son las nuevas soluciones de trabajo colaborativo en red, que les permiten aprovechar las aportaciones de un mayor número de empleados, o incluso la contribución de personas ajenas a la empresa. Sin embargo, de poco sirven estas iniciativas si esos empleados no están suficientemente comprometidos, si los directivos de la empresa no son capaces de aceptar que ya no pueden tenerlo todo controlado, o si en la compañía no existe una cultura que favorezca la colaboración y el desarrollo de las redes de relaciones interpersonales de las que depende su inteligencia colectiva.
Como argumenta Gary Hamel en su último libro, en unos mercados hambrientos de novedades el éxito de una empresa depende, sobre todo, de la capacidad para liberar la iniciativa, la imaginación y la pasión de todas las personas que trabajan en ella, y eso solo puede pasar si estas personas «están conectadas en cuerpo y alma con su trabajo, su empresa y su misión.» El problema para algunos es que ese nivel de compromiso no puede comprarse. Los dirigentes de las compañías tienen que ganárselo en el día a día, lo cual no es tarea fácil cuando se trata de empleados mejor informados, más escépticos frente a las jerarquías, menos fieles, y convencidos de que su única seguridad en el empleo es la que puedan conseguir a través del cultivo de su propia empleabilidad. Estas circunstancias representan un reto para esos dirigentes que tienen que ingeniárselas para crear un contexto organizativo que, al tiempo que favorece ese compromiso, contribuya a que la empresa adquiera las capacidades de las que depende su éxito en el mercado y posibilite el desarrollo de su inteligencia colectiva.
Por eso hoy los valores importan más que nunca. Porque en un entorno turbulento un conjunto de valores compartidos proporciona estabilidad, transmite un sentido del propósito, inspira el compromiso de los empleados, y contribuye a configurar una identidad que diferencia a la empresa de sus competidores ante clientes, inversores y candidatos. Ahora bien, corresponde a los líderes de la organización asegurarse de que se trata de valores alineados con las capacidades que necesita poseer la compañía para tener éxito en el mercado. Así, por ejemplo, entre los valores que cotizan al alza entre las empresas que apuestan por un modelo de gestión más acorde con los tiempos que corren destacan diversidad, confianza, transparencia, autonomía, colaboración o meritocracia, a lo que se une una creciente preocupación por la felicidad de las personas que forman la organización desde el convencimiento de que empleados felices son empleados más productivos.
Sin embargo, en muchos casos falta pasar de las palabras a los hechos. Porque una cosa son los discursos corporativos pero lo realmente importante es lo que transmiten los directivos de la empresa con su comportamiento. Éstos no deberían perder de vista que los miembros de la organización les observan continuamente: las cosas a las que prestan atención, controlan o miden, la forma en que reaccionan ante las crisis, el modo en que asignan los recursos, como reparten recompensas y símbolos de estatus, o como son las personas que reclutan o promocionan. Y a partir de ahí sacan sus propias conclusiones. En caso de que esos comportamientos no sean coherentes entre sí o con sus discursos es fácil que surjan interpretaciones divergentes sobre qué pautas de conducta quieren fomentar los directivos, o incluso escepticismo sobre en qué medida se creen los valores que predican. El desafío añadido es que si el comportamiento de los dirigentes de las organizaciones siempre ha necesitado ser especialmente ejemplar y coherente, todavía tiene que serlo más en un mundo hiperconectado, donde sus conductas en seguida se conocen y amplifican hasta niveles difíciles de anticipar.
Imagen Serge Saint bajo licencia Creative Commons