Deberíamos ir haciéndonos a la idea: ya no vivimos en el centro del mundo
Durante este mes de abril he visitado Brasil y Turquía, dos países que tienen muchas cosas en común, a pesar de la distancia que los separa.
En comparación con la envejecida Europa sus poblaciones son mucho más jóvenes (la mediana de edad en ambas naciones está en torno a los 30 años frente a los 41 en España).
Sus economías crecen moderadamente después del importante bache que ambas padecieron en 2012 tras una década de expansión que parecía que nunca iba a tener fin. Y aunque la clase media crece y sus sistemas políticos son democráticos todavía queda mucho camino por recorrer en materia de justicia social y libertades civiles.
Además, los dos países sufren sistemas normativos complejos y proteccionistas que restan agilidad a sus economías, y sus infraestructuras, aunque mejoran a ojos vista, son a todas luces insuficientes y representan otro obstáculo para su crecimiento, lo mismo que la escasez de talento cualificado, que se traduce en una alta rotación y un calentamiento de la retribución de ciertas categorías profesionales.
Incluso desde un punto de vista cultural, a pesar de que los estereotipos que habitualmente manejamos para describir a turcos y brasileños son muy distintos, creo que en el fondo ambas culturas no son tan diferentes. Por ejemplo, la importancia que dan a las relaciones interpersonales, el estilo contextual que predomina en las conversaciones de negocios, o las diferencias jerárquicas que todavía existen entre los directivos y el resto de empleados en muchas organizaciones.
Constatar esas similitudes me ha dado que pensar. Siendo tantos los puntos en común, para un directivo turco no tiene que ser excesivamente difícil adaptarse al entorno laboral brasileño, lo mismo que a un directivo de Brasil no tiene que costarle demasiado entender la idiosincrasia del mercado turco. En cualquier caso menos de lo que, en general, le costaría a un directivo occidental adaptarse a la realidad de cualquiera de esos dos mercados…
Sin embargo, las empresas, incluso aquellas que se autoproclaman compañías globales, no suelen tener en cuenta esta realidad cuando diseñan sus políticas de diversidad, cuando planifican su talento, o cuando contratan a sus ejecutivos.
Es cierto que cada vez son más las empresas donde tener «experiencia internacional» es un requisito imprescindible para acceder a puestos directivos, pero, al final, nos encontramos con que la mayoría de esos directivos han estudiado en las mismas escuelas de negocios, han trabajado para el mismo tipo de empresas, y por mucho que hayan estado destinados en otros países, han seguido viviendo como occidentales, con lo que la diversidad de puntos de vista que pueden aportar por mucha experiencia internacional que supuestamente tengan es, en realidad, muy relativa.
Una alternativa, en mi opinión, es repensar las prácticas de captación de talento y las políticas de diversidad de las empresas para incorporar directivos procedentes del mundo emergente, normalmente mejor preparados que un directivo occidental para entender su mercado de origen, y otros con circunstancias similares.
De este modo estaremos contribuyendo a mejorar la competitividad de nuestras empresas en un escenario donde el centro de gravedad de la economía mundial se desplaza hacia el sur y hacia el este a una velocidad sin precedente, dando paso a un mundo multipolar donde, para tener éxito, las empresas necesitan desarrollar nuevos productos y servicios que encajen en esos mercados, pero también modelos de gestión alternativos que les permitan navegar una nueva realidad, más diversa, compleja, volátil e incierta.
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