La Revolución Industrial trajo consigo la división y especialización del trabajo. A finales del siglo XVIII Adam Smith llegó a la conclusión de que descomponer el trabajo en tareas simples y especializar a los trabajadores en cada una de esas tareas tenía muchas ventajas: Se ahorraba capital, porque cada trabajador no tenía que tener a su disposición las diferentes herramientas que necesitaría para desempeñar un trabajo más variado. También se ahorraba tiempo, ya que no necesitaban cambiar constantemente de herramientas. Y además, al ser los trabajos más sencillos, disminuía el riesgo de errores, lo podían realizar personas menos cualificadas, y era más fácil encontrar sustitutos en caso de ser necesario…
En consecuencia, dejamos atrás siglos de trabajo artesano y entramos en un mundo de trabajos de “alta definición”, donde se establecía por escrito todo lo que tenía que hacer cada trabajador, hasta el más mínimo detalle, así como cuándo y durante cuanto tiempo tenía que hacer cada cosa. Las personas se convertían de este modo en una pieza intercambiable del mecanismo empresarial.
Esta nueva forma de organizar el trabajo pronto trascendió el ámbito de los trabajos de “cuello azul”. A la hora de diseñar los puestos de trabajo se buscaba, sobre todo, alcanzar la máxima eficiencia y productividad. Los puestos los diseñaban unos jefes que se los “asignaban” a sus empleados, que poco o nada podían decidir sobre su contenido. Se redactaban farragosos manuales de procedimientos, y muchas organizaciones hicieron de las “descripciones de puestos de trabajo” la piedra angular de la actividad de sus departamentos de personal, más tarde denominados Recursos Humanos.
Pero aunque se alcanzaban altos niveles de eficiencia y productividad, este modelo daba lugar también a estructuras rígidas y a silos estancos, aparte de suponer un corsé para la iniciativa, la creatividad y el crecimiento profesional de los trabajadores y, por tanto, para su motivación a largo plazo.
Hoy en día muchas empresas siguen aferradas a esas prácticas. El problema es que sus limitaciones se multiplican en la economía del conocimiento y la creatividad, y en un contexto social donde, a pesar de las elevadas tasas de desempleo, las personas aspiran, más que nunca, a tener un trabajo al que le vean un significado.
Hoy el mundo se mueve muy deprisa, y las empresas necesitan leer el entorno para detectar oportunidades y amenazas, y dar rápidamente con soluciones para aprovechar esas oportunidades y protegerse frente a esas amenazas. Para ello experimentan distintas fórmulas para aumentar su capacidad de innovación o incrementar radicalmente la plasticidad de sus organizaciones en un contexto en cambio constante, o ambas cosas.
Los líderes no pueden saberlo todo ni tenerlo todo controlado, las estructuras son más planas, los trabajos rutinarios se baten en retirada ante los avances en los campos de la robótica y la inteligencia artificial, las tecnologías y los conocimientos que empleamos en nuestra actividad profesional caducan en menos tiempo, trabajamos más por proyectos y las relaciones profesionales son más efímeras…
En este escenario, los dirigentes de las empresas simplemente no pueden saber qué es lo que tiene que hacer cada persona en cada momento.
Por eso mismo los individuos que trabajan para una organización necesitan disponer —aunque a veces les pese a los dirigentes de su empresa—, de más autonomía para ejercitar su iniciativa y creatividad, y para configurar las redes de relaciones interpersonales a través de las que comparten información y llevan a cabo su trabajo.
Por tanto, el “job crafting” ya no es solo una solución para que las personas se sientan más empoderadas y felices en su trabajo, sino que trasladar a las personas la responsabilidad de definir las tareas y relaciones que componen su trabajo, e incluso el significado que desean encontrar en el mismo, se convierte en una cuestión de competitividad. Porque de esta autonomía depende gran parte de las capacidades dinámicas que una organización necesita para sobrevivir en un entorno como el actual.
Vamos, que no es que veamos borroso, sino que la realidad del trabajo ahora es así…
Imagen Patrik Nygren bajo licencia Creative Commons