El reciente referéndum realizado en Suiza sobre la posibilidad de introducir una renta básica universal para todos los ciudadanos del país, que ha terminado con el rechazo de la propuesta por un 76,9% de los votos en contra frente a un 23,1% a favor de la medida, ha traído a los titulares de los medios una cuestión de la que, en general, no se habla mucho pero que tenemos muy presente todos los que nos preocupamos de esto del futuro del trabajo:
¿Qué hacemos con las personas que se quedan sin empleo como consecuencia de los avances tecnológicos y que, por diferentes motivos, tienen muy difícil encontrar un empleo alternativo?
Es el fenómeno del desempleo tecnológico, sobre el que ya nos advertía John Maynard Keynes en la primera mitad del pasado siglo:
«Nos afecta una nueva enfermedad cuyo nombre muchos lectores pueden no haber escuchado, pero de la que oirán hablar mucho en años venideros: el desempleo tecnológico. Significa el desempleo debido a que la velocidad a la que descubrimos medios de economizar el uso de mano de obra supera el ritmo al que encontramos nuevas ocupaciones para la fuerza de trabajo.»
El caso es que en un escenario de desempleo tecnológico creciente la renta básica universal (RBU) se perfila como una posible solución que empieza a ganar predicamento en muchos foros especializados. Tanto es así que cada vez se discute menos sobre si es o no una buena idea y más sobre como esta se puede poner en práctica para evitar sus posibles inconvenientes.
Porque si vamos adelante con esta idea, no solo habrá que ver de dónde salen los recursos para financiar un programa de este tipo (incluyendo qué otras partidas de gasto público será preciso recortar) sino que habrá que establecer cuál es esa renta básica universal y articular mecanismos para contrarrestar algunos de sus efectos negativos potenciales como, por ejemplo, que esa renta garantizada desincentive que la gente trabaje, algo que no es bueno ni para las personas ni para la sociedad en su conjunto.
Una fuente de inspiración podríamos encontrarla, tal vez, en la idea de un impuesto sobre la renta negativo que planteó Milton Friedman en los años ochenta.
Imaginemos que a una familia le corresponde una renta básica de 20.000 euros al año. Si combinamos esta renta básica con un modelo de impuesto sobre la renta negativo si uno de sus miembros trabaja y gana 12.000 euros al año, la familia no solo recibirá los 8.000 euros por la diferencia entre lo que ha ganado trabajando y la renta básica garantizada, sino que, además, recibirá una parte (pongamos la mitad) de la renta básica garantizada que ha ahorrado al Estado. De este modo los ciudadanos siempre tendrán un incentivo para trabajar, aun cuando se trate de trabajos muy cortos o de salarios bajos. O podrían dedicarse a lo que realmente les apasiona, aunque no se trate de una actividad muy lucrativa.
Sea esta la solución o sea otra, el caso es que el debate está servido. El desempleo tecnológico es una realidad innegable y algo tendremos que hacer como sociedad para paliar este problema sin que ello suponga un freno a la innovación y al desarrollo científico y tecnológico de los que, cada vez más, depende la competitividad de la economía de un país.
Imagen Christopher Andrews bajo licencia Creative Commons.