Hace un par de meses John Cryan, CEO de Deutsche Bank, declaraba ante una audiencia en Frankfurt: “En nuestro banco tenemos personas trabajando como robots. Mañana tendremos robots comportándose como personas. No importa si nuestro banco participará o no en estos cambios, va a pasar.”
La inteligencia artificial ha llegado al mundo del trabajo, haciendo posible la automatización de tareas que hace un par de décadas muchos pensábamos que jamás serían realizadas por una máquina. Aquí los tenemos: chatbots que atienden clientes, organizan reuniones o filtran candidatos en procesos de reclutamiento; soluciones de software capaces de redactar artículos de prensa, detectar tumores, seleccionar los valores que deben componer una cartera de inversión, identificar reclamaciones fraudulentas a compañías de seguros o ayudar a un juez a tomar la decisión de si enviar o no a una persona a prisión preventiva…
Podría parecer, pues, que ya nadie se libra de la sombra del desempleo tecnológico…
Sin embargo, también hay argumentos para pensar que al trabajo humano todavía le queda futuro por delante.
Por una parte, por mucho que estas tecnologías hayan avanzado en los últimos años, la inteligencia artificial sigue teniendo sus limitaciones. A los grandes debates pendientes como la actuación de los vehículos autónomos en los supuestos en que la máquina ponga en riesgo la vida de diferentes personas, o la aplicación de la inteligencia artificial para fines militares, se suman casos más anecdóticos, como el del sistema de reconocimiento de imágenes de Google que confundió a dos jóvenes afroamericanos con una pareja de gorilas o el de Tay, una chatbot de Microsoft a la que sus interlocutores consiguieron convertir al nazismo a base de conversar con ella.
Por otra parte, aunque empieza a resultar difícil imaginar algún trabajo que los humanos seguirán haciendo técnicamente mejor que una máquina dentro de cincuenta años, hay actividades que preferimos (y preferiremos) que sigan siendo realizadas por humanos por mucho que pueda llevarlas a cabo un robot o un software. Pensemos si no en el mundo del arte, de la gastronomía, el deporte, o en situaciones donde seguimos valorando poder hablar con un interlocutor humano que muestre empatía, pensamiento crítico o emociones genuinas.
Además, no podemos pasar por alto que, por mucho que utilicemos el mismo término, inteligencia artificial e inteligencia humana no son lo mismo. Las máquinas pueden hacer más y más cosas, y su lógica se vuelve cada vez más compleja, por lo que son capaces de responder adecuadamente a situaciones más complicadas, y manejar más parámetros. Sin embargo, tal como se ha ocupado de demostrar la economía conductual (behavioural economics) la racionalidad de los agentes económicos tiene muchas limitaciones (de hecho, gran parte de nuestra racionalización es, de hecho, racionalización post hoc). Por tanto, humanos y máquinas funcionamos de forma distinta y tenemos diferentes fortalezas, lo que hace recomendable explorar el camino de la simbiosis más que ver nuestra relación como una carrera o un juego de suma cero.
Este es el contexto donde se empieza a hablar cada vez más de que el futuro del trabajo pasa por la inteligencia híbrida (artificial + humana) y donde comienzan a surgir modelos de negocio innovadores que a través de una combinación original de inteligencia artificial y capacidades humanas llegan a donde no llegarían solo los algoritmos o solo el trabajo humano.
Es el caso de Lola, un nuevo concepto de agencia de viajes creado por Paul English, cofundador de Kayak. Su público objetivo son los que ellos dominan los “guerreros de la carretera” (road warriors), personas que pasan mucho tiempo de viaje por motivos profesionales pero que se tienen que ocupar ellos mismos de reservar sus vuelos, hoteles, etc. Los usuarios que se descargan la app y se dan de alta en el servicio han de completar un cuestionario con sus preferencias. Cuando necesitan hacer una reserva conversan con un chatbot que les ofrece opciones y a través del cual incluso pueden contratar su alojamiento o sus billetes para sus desplazamientos. A partir de estas conversaciones, y de las valoraciones que el usuario va haciendo de su experiencia (por ejemplo, de los hoteles en que se aloja) el sistema aprende, con lo que las recomendaciones cada vez se ajustan más a las preferencias del viajero. ¿La parte humana?: un equipo de agentes de carne y hueso que se centran en asegurar que el cliente tiene una experiencia excepcional, particularmente en aquellos momentos más delicados en que, en medio de un viaje profesional, de repente todo se tuerce.
Otro ejemplo es Stitch Fix, que Amalio Rey describe en detalle este post en su blog. Un servicio de personal shopper online cuyos clientes reciben en su domicilio una “caja sorpresa” con cinco prendas de las que solo pagan aquellas que deciden quedarse. Como es lógico, el interés de la empresa es que sus clientes se queden con el mayor número de prendas, maximizando la facturación y reduciendo al mínimo las devoluciones. ¿Cómo consiguen dar en el clavo? De nuevo, el secreto es una combinación de algoritmos y “toque humano”. Un algoritmo genera una primera lista de artículos en base a la información proporcionada por el cliente a través de un cuestionario y los productos con los que se ha quedado en envíos anteriores, que luego es filtrada por un equipo de estilistas humanos que, entre otras cosas, interpretan los gustos del cliente a partir de las imágenes que cuelgan en un tablero de Pinterest creado ex profeso, aparte de retroalimentar el algoritmo.
Es, en definitiva, a lo que se refiere Erik Brynjolfsson, coautor del libro The Race Against Machine, cuando afirma que aprendiendo a correr con las máquinas llegaremos más lejos que corriendo contra ellas.
Artículo originalmente publicado en Señales del Futuro del Trabajo