En la anterior entrada hablaba de que es necesario que las nuevas organizaciones estén hechas de otro tipo de personas, ya que difícilmente podrán competir con éxito en una economía de la creatividad si las cualidades que más valoran en sus miembros siguen siendo obediencia, diligencia y “expertise”.
Para ello, los dirigentes empresariales –y también muchos empleados- necesitan cuestionarse sus creencias respecto a las cualidades que debe reunir un buen empleado. El problema es que se trata de un paradigma muy consolidado, que se ha ido formando a lo largo de siglos, y encima con buenos resultados (al menos hasta el momento).
Podemos retrotraer el origen de nuestras estructuras cognitivas sobre qué significa ser un buen empleado a la idea, predominante en muchas civilizaciones de la antigüedad, de que el trabajo es un castigo divino. Siendo un castigo es lógico que no estuviese muy reconocido y que se reservase principalmente al estamento de esclavos que constituía la capa más baja de la sociedad. Como explica Lucio Columela en su obra De Re Rustica, uno de los primeros tratados de management de la historia, las principales cualidades que sus amos buscaban en ellos eran lealtad y obediencia. Eso era todo.
La llegada de la Edad Media traerá consigo el sistema feudal, la sustitución de esclavos por siervos como fuerza de trabajo predominante, y la aparición de una incipiente clase de artesanos y mercaderes. Son representativas de la realidad de esos tiempos las guías de confesión, como la Summa Confessorum de Juan de Friburgo, que orientaban a los confesores sobre los pecados más habituales de cada profesión.
La reforma protestante añadirá un nuevo elemento al perfil de nuestro «empleado modelo»: la laboriosidad. Entre los representantes de este movimiento religioso destaca Juan Calvino, por el particular énfasis que pone en las virtudes económicas. Para Calvino el trabajo es en sí mismo un camino de salvación. Uno debe esforzarse en tener éxito en el trabajo al que ha sido llamado por Dios porque es una forma de honrarle y un signo visible de ser miembro de los elegidos. Los puritanos expulsados de Inglaterra llevarán esta visión a América, donde posteriormente será amplificada por otros intelectuales como Benjamin Franklin. Hoy en día todavía podemos reconocer su huella en la cultura empresarial estadounidense.
La siguiente contribución relevante al retrato robot del empleado ideal será el principio de división del trabajo de Adam Smith. Smith llegó a la conclusión de que si se descompone el trabajo en tareas simples, y se especializa a trabajadores en cada una de esas tareas, se consiguen muchas ventajas: Se ahorra capital, ya que cada trabajador no tiene que tener a su disposición las diferentes herramientas que necesitaría para desempeñar una variedad de funciones. También se ahorra tiempo, ya que no es necesario cambiar constantemente de herramientas. Además, los trabajos resultan más sencillos por lo que el riesgo de error disminuye y permite que los realicen personas menos cualificadas. Sin embargo, lo que sucedía en la realidad es que, a pesar de aplicarse el principio de división del trabajo, en muchas fábricas los trabajadores acababan desarrollando un conocimiento tan único de sus tareas que los convertía en imprescindibles y provocaba que en no pocas ocasiones fuesen ellos quienes determinasen el ritmo de la producción.
Fue este fenómeno lo que motivó a Frederick W. Taylor, el padre del management científico, a desarrollar una metodología de organización del trabajo que permitiese que prácticamente cualquier persona pudiese desempeñar cualquier tarea con la máxima eficiencia. De esta forma el buen empleado ya no será solo leal, obediente, virtuoso, productivo y especializado. Además será reemplazable. Para ello, quien lo formará será la empresa, que es quien decide lo que tiene que saber, y sus jefes lo controlarán estrechamente. Supongo que a muchos este modelo os suena familiar.
No será hasta la época de entreguerras cuando se empezará a hablar de las ventajas que supone que los trabajadores, además, estén motivados. Es en esos años cuando se llevan a cabo los experimentos Hawthorne sobre la influencia de los factores ambientales -en concreto el nivel de iluminación- en la productividad de los trabajadores, y cuando Elton Mayo llega a la conclusión de que ésta –la productividad- depende ante todo de que los trabajadores reciban un trato humano –de que se les trate como adultos- y de lo satisfechos que se encuentren con las relaciones interpersonales que establecen en el lugar de trabajo.
Tras la segunda guerra mundial asistiremos a los primeros balbuceos del Total Quality Management. Joseph Juran pone énfasis en la idea de autocontrol como uno de los pilares del aseguramiento de la calidad. Para ello el operario debe poder a) conocer qué es lo que se espera que haga, b) saber si está haciendo lo que debería estar haciendo, y c) cambiar lo que está haciendo si no es aquello que debería estar haciendo. Casi en paralelo Peter Drucker nos traerá la dirección por objetivos y el «empowerment». De esta manera el perfil del buen empleado –al menos en el papel- va evolucionando poco a poco hacia una persona orientada a resultados que es capaz de administrar un grado de autonomía más o menos amplio que le permite tomar pequeñas decisiones instrumentales para la consecución de unos objetivos que previamente ha negociado (sic) con su jefe.
Ya en los ochenta se producirá una explosión de gurús, escuelas de negocio, firmas de consultoría y libros de aeropuerto. Las empresas empiezan a dar importancia no solo a cómo es y cómo se comporta el empleado en su lugar de trabajo, sino también a quién es en su esfera privada. Las grandes compañías quieren ciudadanos corporativos que encarnen unos mismos valores, que socialicen con sus compañeros aunque no les apetezca, o incluso que vistan todos de manera parecida. También son los años en que empieza a ponerse énfasis en la necesidad de trabajar en equipo, o de gestionar el potencial de los empleados a través de planes de carrera.
Y así es poco más o menos como a lo largo de siglos se ha ido dibujando el retrato robot del empleado modelo con el que hemos llegado a nuestros días. Capa a capa, pero a un ritmo exponencial. De ahí que sigamos dando más importancia a aquellos atributos que llevan más tiempo formando parte del concepto, y aunque en la teoría el perfil del “buen empleado” se haya vuelto más poliédrico, en la práctica, para muchos directivos -y también para muchos trabajadores- no se aparte demasiado del de Alexei Stakhanov (en la imagen), elevado a héroe de la Unión Soviética por su productividad picando carbón. Una inercia de siglos que necesitamos vencer antes de que sea demasiado tarde.
Parece increible mirar atrás y ver que poco hemos evolucionado los modelos organizativos(el mapa mental individual va en consonancia) en estos dos últimos siglos, frente al gran avance tecnológico que nos ha desbordado completamente.
¿Podremos estar a la altura en algún momento?