Recientemente he leído un artículo escrito por E. Kaufman, Y. Morieux y C. Scullion, del Boston Consulting Group, titulado “The fallacy of the player-coach model”, que trata sobre aquellos casos en que una persona ocupa, al mismo tiempo, dos “cajas” del organigrama ejerciendo, a la vez, de jefe y de colaborador. En el mundo del deporte este modelo tuvo cierta acogida en la NBA durante los años 60, pero fue abandonado a la vista de los resultados. En el mundo de la empresa, por el contrario, cada vez resulta más frecuente encontrarse con este tipo de arreglos.
Los argumentos que se emplean para justificar estas soluciones organizativas son variados: En ocasiones es la vía para cubrir una vacante para la que es difícil conseguir candidatos. En otros casos se busca ahorrar costes: por el salario de una persona se cubren dos puestos. Otras veces, es una forma de recompensar con “galones” a empleados que han demostrado un buen desempeño. Otras, se trata de un paso, dentro de un plan de carrera, previo a un ascenso a una jefatura “full-time”. Finalmente, hay ocasiones en que el equipo humano a supervisar es muy reducido y puede parecer que no está justificado incluir en el organigrama un jefe «a tiempo completo” para tan sólo dos, tres o cuatro colaboradores.
Se trata, en general, de argumentos falaces. En la mayoría de los casos un “jefe-y-colaborador” no suele ser la solución más eficaz para el problema que se intenta resolver. Frecuentemente estos directivos no ejercen ninguna autoridad (“auctoritas”) sobre sus colaboradores sino que se limitan a ser un eslabón más en la cadena de transmisión de objetivos y órdenes. Se convierten en filtros tanto para la iniciativa de los colaboradores que intenta alcanzar la cúpula de la organización como para la visión de la alta dirección que intenta llegar a sus bases. Otras veces, al tener a su cargo muy pocos colaboradores, acaban cayendo en la tentación de interferir en el trabajo de éstos, gestionando el detalle de sus tareas (“micromanagement”) en lugar de enfocarse en el establecimiento de objetivos y la gestión de lo excepcional.
¿Qué justificación tiene entonces la existencia del “jefe-y-colaborador” en un momento en que las organizaciones tienden a aplanar los organigramas para facilitar los flujos de información y agilizar el proceso de toma de decisiones? Poca, salvo que se trata de una solución “fácil”. Ante la posibilidad de acabar creando una de estas figuras organizativas valdría la pena que, al menos, dedicásemos algún tiempo a considerar otras alternativas. Podemos empezar por preguntarnos hasta qué punto sería diferente el comportamiento y los resultados del equipo si sus miembros no estuviesen supervisados por ese «jefe-y-colaborador». Deberíamos plantearnos también si la persona de que se trata añade más valor como jefe o como colaborador y decidir en consecuencia. Si lo que queremos es recompensar a alguien por su desempeño no es difícil pensar en otras medidas que no inciden en la eficiencia de la organización. Si lo que sucede es que el número de colaboradores a supervisar es muy reducido ¿por qué no consolidar la jefatura a un nivel superior dentro de la organización (región, etc.) de modo que aumente el número de personas supervisadas? Es tan sólo cuestión de pararnos un poco y pensar.
Imagen Ben Stanfield bajo licencia Creative Commons