“La circunstancia de que el recurrente tenga la titulación universitaria de Arquitecto no le da derecho, de manera automática, a que ello sea valorado en cualesquiera apartados del baremo, ni mucho menos a presumir que esa cualificación académica y profesional lleva necesariamente aparejada una mayor idoneidad para el correcto desempeño de una plaza para la que esa cualificación académica y profesional no es requerida. Dicho brevemente, lo que podría denominarse «sobrecualificación académica» no puede ser un obstáculo para quien la posee, pero tampoco una ventaja adicional que pueda invocarse en cualquier situación. Si se hiciera esto último, se caería en (…) trato discriminatorio hacia aquellos aspirantes que, reuniendo todas las condiciones propias del cuerpo al que pertenecen y necesarias para ocupar la plaza convocada, no tienen otros méritos académicos.”
Lo podemos leer en la sentencia número 1625/2022, de 12 de diciembre pasado, dictada por la Sección Cuarta de la Sala de lo Contencioso Administrativo del Tribunal Supremo y en la que se desestima el recurso interpuesto por un ujier del Congreso de los Diputados, que posee una licenciatura en Arquitectura y que aspiraba a un puesto de encargado supervisor de la Unidad de Mantenimiento de la Cámara Baja al que no pudo acceder dado que no se valoró su posesión de esa licenciatura, una capacitación que, en opinión del demandante, engloba las propias de un encargado de mantenimiento con el argumento de que “quien puede lo más puede también lo menos”.
En otras palabras, el Supremo considera que utilizar la posesión de un título académico para valorar la idoneidad de una persona para desempeñar un trabajo para el que no se necesita esa titulación supone un trato discriminatorio hacia otros candidatos que reúnen las condiciones necesarias para desempeñar el puesto pero no poseen ese título.
Una interpretación jurisprudencial a la que creo no hemos prestado suficiente atención, en particular si tenemos en cuenta que en España uno de cada tres universitarios está sobrecualificado para el trabajo que realiza, en parte debido a la ‘titulitis’ que todavía practican muchos empleadores.
f. despect. coloq. Valoración desmesurada de los títulos y certificados de estudios como garantía de los conocimientos de alguien.
Los números son demoledores.
La tasa de desempleo es mucho menor entre los titulados universitarios que entre los trabajadores con menos estudios. En la Encuesta de Población Activa del tercer trimestre de 2022 veíamos que la tasa de paro entre las personas con educación superior fue en ese período del 7,78%, frente al 12,80% entre quienes han completado la segunda etapa de educación secundaria con orientación profesional (incluida educación postsecundaria no superior), el 17,62% entre quienes han completado la primera etapa de educación secundaria, y el 25,91% entre las personas que solo tienen estudios primarios.
Hace unos meses, un informe de IESE Business School nos aportaba más datos sobre esa predilección de los empleadores españoles por los titulados universitarios. Una tendencia particularmente evidente en las áreas de RRHH (para las cuales el 95% de las empresas encuestadas contrata perfiles universitarios), Finanzas (92,7%) y Comercial y Marketing (86,6%), y que parece va a mantenerse en los próximos años. Al menos el 58% de las empresas participantes en aquel estudio anticipaba que en 2025 aumentará la contratación de talento universitario.
Es decir, en nuestro país, como en la mayoría, educación y empleabilidad van de la mano. Pero esto no quiere decir que los empleos que consiguen las personas más formadas necesariamente se correspondan con su nivel de cualificación.
Al mismo tiempo que crece la demanda de universitarios también sigue creciendo su oferta. El pasado mes de octubre el informe Education at a Glance elaborado por la OCDE nos mostraba que en 2021 el 48,7% de los jóvenes españoles entre 25 y 34 años poseía un título universitario, 8,4 puntos más que en 2011 y 15 puntos más que en 2000. Una cifra que está por encima de la media tanto de los países de la OCDE (46,9%) como de los Estados miembro de la Unión Europea (45,9%).
El problema es que España es también uno de los países donde más universitarios desempeñan trabajos para los que no es necesario un título de este nivel. Según Eurostat en 2020 España era el país de la Unión Europea donde un mayor porcentaje de sus ciudadanos poseedores de un título universitario (en concreto un 34,5%) estaba sobrecualificado para su trabajo. Un porcentaje muy superior al promedio europeo (20,8%) y diez veces mayor que la tasa de sobrecualificación de los nacionales de Luxemburgo (3,2%), el país que en ese momento salía mejor parado en este ranking. Y ese porcentaje ha crecido en los últimos diez años. Una tasa de sobrecualificación que, por cierto, se eleva al 57,1% entre los ciudadanos de países no miembro de la Unión Europea que trabajan en España. Lo que quiere decir que más de la mitad de los titulados universitarios procedentes de fuera de la Unión Europea que trabajan en nuestro país desempeñan trabajos para los que no se necesita un título universitario.
Es una situación de la que se derivan consecuencias muy poco deseables. Entre ellas, la pérdida de confianza y motivación de los titulados universitarios que no consiguen encontrar trabajo “de lo suyo”; el impacto que esto tiene en el desarrollo profesional de estas personas que dejan de aprender las competencias que podrían adquirir en trabajos de mayor nivel; o la pérdida del talento que, ante la falta de oportunidades, decide desarrollar su carrera profesional en un país extranjero. Y a esto deberíamos sumar lo que significa la sobrecualificación de los trabajadores desde la perspectiva del retorno que el país obtiene de los fondos públicos que dedica a financiar el sistema universitario.
¿Pero a qué se debe esta elevada tasa de sobrecualificación?
Se trata de un problema complejo, producto de una conjunción de factores. Entre ellos la estructura sectorial del mercado de trabajo español, en el que dominan sectores como el turismo y el comercio donde la mayoría de trabajos no requieren un título universitario; la falta de alineamiento entre las competencias que demandan las empresas y los conocimientos y capacidades que los estudiantes adquieren en la universidad; una cultura que hace que los estudios de formación profesional no tengan el prestigio que tienen en otros países; y también la ‘titulitis’ que, como decíamos, todavía practican muchos empleadores.
Ahora bien, la ‘titulitis’ no es un problema exclusivo de los empleadores españoles, sino que se trata de un fenómeno vinculado a la teoría de la señalización en el mercado laboral desarrollada por el premio Nobel de Economía Michael Spence en los años 70 del pasado siglo, según la cual el nivel educativo sirve como una «señal» para los empleadores sobre la productividad y el potencial de un candidato para un trabajo. Según esta teoría, en un mercado laboral competitivo, las personas pueden conocer su propio nivel de habilidad para desempeñar un trabajo, pero los empleadores tienen dificultad para distinguir a los candidatos más productivos de los menos productivos. Frente a esta asimetría entre la información que manejan ambas partes, los empleadores utilizan el nivel educativo de la persona como una “señal” de la productividad potencial del candidato. Por lo tanto, las personas con niveles más altos de educación tienen más posibilidades de ser contratadas debido a que sus credenciales académicas señalan al empleador que poseen (o que hay más probabilidad de que posean) ciertas características como una mayor habilidad cognitiva, mayor motivación y mejores hábitos de trabajo.
El problema en un país como España, en el que además de ser el país de la Unión Europea con una mayor tasa de sobrecualificación también somos el que presenta la segunda mayor tasa de abandono escolar temprano, es cuando esa predilección por los títulos universitarios lleva a las empresas a discriminar a grupos sociales ya de por sí desfavorecidos como son las personas con un menor nivel de estudios.
Veremos si lo que establece esta reciente sentencia del Supremo sienta precedente. En todo caso que el Tribunal haya entendido que valorar la posesión de un título que no se requiere para ejercer el puesto que se está seleccionando es un trato discriminatorio contra los candidatos que no poseen ese pretendido mérito académico, es, como mínimo, un “aviso a navegantes” que debería llevar a muchos empleadores a repensar en base a qué criterios seleccionan a sus nuevos empleados. En primer lugar a aquellas empresas que dicen que desean tener un impacto social positivo, o se consideran “inclusivas”.
Recuerdo que hace un par de años saltó a los medios la noticia de que la cadena de tiendas The Body Shop había decidido adoptar en sus centros de distribución un nuevo método de contratación al que denominaron «contratación abierta” (Open Hiring). A partir de ese momento los trabajadores se contratarían en estricto orden de llegada, sin verificaciones de curriculum, antecedentes, ni pruebas de drogas. Únicamente se les pedía que tuvieran en regla la documentación necesaria para trabajar legalmente, que pudiesen trabajar de pie ocho horas al día, y fuesen capaces de levantar cargas de hasta 50 libras.
La pionera de este sistema había sido la empresa social de Nueva York Greyston Bakery, cuyo lema es que ellos “no contratan gente para hornear brownies, sino que hornean brownies para contratar gente”. Cuando los directivos de Body Shop conocieron el caso de Greyston el concepto de “contratación abierta” enseguida resonó con su propósito de “construir un mundo más justo y más hermoso”.
Aunque, sin necesidad de llegar a este tipo de medidas, algo habremos avanzado si, a partir de ahora, cuando establezcamos los requisitos que vamos a exigir a las personas que participan en nuestros procesos de selección, dedicamos un momento a pensar hasta qué punto esas exigencias están justificadas y si no tenemos otra forma de comprobar que una persona posee las competencias que necesita para desempeñar eficazmente el puesto de trabajo que estamos seleccionando mejor que la “señal” que nos envía la posesión de un título académico.
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Imagen Scott Ableman bajo licencia Creative Commons