Para sobrevivir, las empresas deben ejecutar su actividad de manera eficiente en el presente pero también ser capaces de adaptarse a los retos futuros. Sin embargo, los hechos nos dicen que muy pocas hacen bien ambas cosas, en especial la segunda. Toda fuente de ventaja competitiva tiene fecha de caducidad, pero son pocas las compañías con la habilidad de identificar y explotar nuevas fuentes de ventaja competitiva cuando comienzan a agotarse las originales. Lo más frecuente es que, a la hora de establecer prioridades, la presión del corto plazo haga que las necesidades actuales prevalezcan sobre cualquier consideración de futuro y se tomen decisiones que, aunque favorecen la ejecución hoy, están comprometiendo la adaptabilidad de la organización en el medio plazo.
Entre las barreras a la adaptabilidad nos encontramos, en primer lugar, con lo que Eric Beinhocker denomina “el precio de la experiencia”. Los modelos mentales que vamos desarrollando con el tiempo nos ayudan a resolver problemas y a tomar decisiones con rapidez, a partir de unas pocas referencias, pero cuando el entorno cambia radicalmente la inercia del pasado puede constituir un lastre peligroso y llevarnos a tomar decisiones equivocadas.
También la complejidad de las estructuras organizativas es una fuente de rigidez. Cuanto mayor es la organización mayor suele ser su complejidad. Las estructuras matriciales basadas en múltiples relaciones de interdependencia son una respuesta a la complejidad del entorno competitivo pero pueden llegar a ser un freno para el cambio en situaciones de transformación profunda del mercado, dando lugar a verdaderos “cortocircuitos” organizativos.
En tercer lugar, los recursos son otro factor que condiciona el grado de adaptabilidad de una empresa. Aunque al ejecutar el plan de negocio la dirección de la empresa incide en la configuración de los recursos, su disponibilidad es la que determina, en gran medida, la capacidad de respuesta de la organización ante cambios del entorno.
Reducir la jerarquía aplanando estructuras para facilitar la asignación de recursos, incrementar la autonomía para limitar el peso de múltiples relaciones de interdependencia, y favorecer la diversidad para disponer de diferentes puntos de vista, son las tres soluciones organizativas que defiende Beinhocker. Ahora bien, existe un riesgo real de que estas actuaciones bienintencionadas favorezcan la capacidad de adaptación de la organización a expensas de su capacidad de ejecución actual, provocando peligrosas pérdidas de control, ineficiencias, etc.
Para prevenir esto es imprescindible que esas actuaciones vengan acompañadas de intervenciones que faciliten el desarrollo de una cultura adecuada al nuevo modelo organizativo de la «empresa adaptable». Por ejemplo, se deberán favorecer valores como la colaboración, la confianza, la transparencia, la reciprocidad y una visión compartida del propósito de la empresa. Además deberán establecerse mecanismos que permitan establecer expectativas claras de desempeño individual, así como sistemas de recompensa asociados a sus resultados. Finalmente la implantación de estructuras y procesos que favorezcan la innovación, el flujo de ideas, y la asunción controlada de riesgos también nos ayudará a avanzar en la dirección correcta.
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