Ya nos lo advirtieron los autores del Manifiesto Cluetrain: “los hipervínculos subvierten las jerarquías”. Corría el año 1999.
La palabra jerarquía tiene su origen en los términos griegos ίερός, que significa “sagrado”, y άρχειν, que significa “gobernar”. Es decir, en su origen, la idea de jerarquía indica una estructura de gobierno de carácter sagrado y, por tanto, incuestionable. El caso es que estamos en el siglo XXI y en un gran número de organizaciones esto sigue siendo así. Puede que nadie piense ya que las jerarquías de las empresas tienen un origen divino, pero muchos las siguen considerando, o al menos actúan, como si fuesen algo inmutable. Sin embargo, si analizasen que es lo que justifica la existencia de esas jerarquías, comprobarían que de inmutables nada.
En realidad el origen de las jerarquías tiene mucho que ver con los costes de transacción por los que en su día Coase y Williamson recibieron sendos premios Nobel, y de los que tanto se habla últimamente. La idea es sencilla: Buscando la mayor eficiencia de sus operaciones una empresa decidirá si integra una actividad dentro de su estructura o la externaliza en el mercado en función de cuál sea la alternativa que suponga el menor coste total. Este coste total es la suma de dos elementos. Por una parte los costes de producción, es decir, los propios de realizar la actividad de que se trate. Por otra, los llamados costes de transacción, que no son sino lo que cuesta definir, acordar, controlar, y hacer cumplir los términos de las transacciones.
Una empresa que decida contratar una actividad en el mercado en lugar de desarrollarla internamente podrá, generalmente, beneficiarse de menores costes de producción por el efecto de la competencia y de las economías de escala, pero, por contra, tendrá que soportar unos costes de transacción que no asumiría en caso de llevar a cabo esa actividad con sus propios recursos dentro del perímetro de su estructura, y sometida a su jerarquía.
Esos costes de transacción, a su vez, están compuestos por dos elementos. Por un lado los denominados costes de coordinación, entre los que se cuentan tanto los costes específicos de coordinar la actividad objeto de transacción como aquellos en que es necesario incurrir para conseguir en el mercado información sobre productos, oferta, demanda, precios, etc. Por otro lado están los llamados riesgos de transacción, causados por situaciones de asimetría en la información que manejan las partes contratantes, dificultades para hacer cumplir o incentivar el cumplimiento de los acuerdos, o el riesgo de comportamientos oportunistas de las partes aprovechando la especificidad de las inversiones en recursos físicos y humanos que han de realizar, la concentración de la oferta en unos pocos proveedores, o la pérdida de control sobre recursos clave que puede provocar la externalización de ciertas actividades.
Como dentro de una organización resulta –o al menos debería resultar– más fácil acceder a la información necesaria para resolver discrepancias, invocar la confianza mutua para salvar vacíos de regulación o, llegado el caso, imponer una solución al amparo de una jerarquía, se entiende que, en principio, si una actividad se hace dentro de una organización los costes de transacción deberían ser menores que si esa actividad se contrata en el mercado.
Sin embargo, el desarrollo de las tecnologías de la información y las comunicaciones está provocando que muchos de esos costes de transacción se reduzcan notablemente. Una mayor conectividad y herramientas que facilitan la búsqueda de información contribuyen a disminuir los costes de coordinación de proveedores externos, al tiempo que la progresiva estandarización, apertura y portabilidad de las soluciones tecnológicas reduce la especificidad de las inversiones y, por tanto, el riesgo de que las partes se comporten de forma oportunista.
A esto hay que sumar una mayor simetría de la información que manejan las partes contratantes, y la aparición de instrumentos de medición y seguimiento que facilitan el control del cumplimiento de los acuerdos así como el establecimiento de incentivos más eficaces.
El resultado es que en este nuevo escenario las empresas pueden plantearse externalizar un mayor número de actividades, al ser ahora capaces de mantener un nivel de control similar al que ejercían sobre ellas cuando se realizaban dentro de la organización, pero sin que sus costes de coordinación ni los riesgos de transacción se incrementen de forma significativa. Sirva como ejemplo una reciente encuesta realizada por The Economist Intelligence Unit entre cerca de 500 altos directivos de empresas internacionales: Tres de cada cuatro manifestaron tener intención de aprovechar los avances tecnológicos para externalizar más funciones.