Se habla mucho de lo bueno que es para una empresa poseer una cultura fuerte, bien definida, que la diferencie de sus competidores. También se habla mucho de lo importante que es contratar a candidatos que encajen bien (que estén “alineados”) con esa cultura. Sabemos que la “sensación de encajar” tiene que ver con la calidad del vínculo emocional de la persona con la organización. Sin embargo, una cultura organizativa excesivamente fuerte también esconde peligros.
Hoy la competitividad de las empresas depende de su capacidad de adaptarse o (mejor aun) anticiparse a los cambios que se producen más allá de su perímetro. El mundo se ha vuelto muy complejo y cambia muy rápido y las organizaciones intentan utilizar a sus colaboradores como sensores e intérpretes de esos cambios. En el proceso se dan cuenta de lo valioso que es que esos “sensores” sean capaces de observar la realidad que les rodea desde diferentes ópticas.
En paralelo, las personas que trabajan en un proyecto ya no tienen por qué pertenecer todas a una misma empresa y, por tanto, pueden estar sujetas a diferentes “artefactos culturales” como estructuras, normas, procesos y rituales organizativos. Puede que muchas de esas personas ni siquiera sean empleados de las organizaciones para las que trabajan sino freelancers. Además, cada vez es más frecuente que, como consecuencia de diversos fenómenos como la internacionalización de las empresas, el trabajo remoto o los movimientos migratorios, los miembros de un equipo de trabajo tampoco compartan una herencia cultural común.
Los contextos de trabajo, por tanto, se han vuelto más complejos y diversos. Pese a ello, las culturas organizativas de muchas empresas no reflejan, y a veces hasta ahogan, esa diversidad. Por ejemplo, a menudo es fácil reconocer en ellas, y más en concreto en el comportamiento de sus líderes, rasgos propios de la cultura del país de origen de la compañía. Y esto es un problema en la medida en que puede dificultar la integración en la empresa de profesionales procedentes de otras culturas.
Esta precisamente es la tesis que plantea Amit S. Mukherjee en un artículo publicado hace un par de meses en el MIT Sloan Management Review. Según Mukherjee, para favorecer la necesaria integración de colaboradores pertenecientes a diferentes culturas nacionales las empresas deberían favorecer entre sus directivos la adopción de estándares de liderazgo que se entiendan en cualquier lugar del mundo. Entre otras soluciones aconseja poner énfasis en los resultados buscados (“tomar decisiones”) en lugar de prescribir comportamientos (“ser decisivo”) que pueden chocar con los patrones de conducta propios de las culturas nacionales de algunas personas. De esta forma, por ejemplo, se evitarían muchos de los problemas con que frecuentemente se encuentran las compañías asiáticas cuando contratan a directivos occidentales y viceversa…
Pero los problemas que se derivan de una cultura organizativa excesivamente fuerte van más allá. Aparte de dificultar la integración de personas de diferentes herencias culturales en un proyecto común, una cultura corporativa demasiado marcada también puede impactar negativamente en un factor del que sabemos depende la eficacia de una organización: la diversidad cognitiva de sus miembros.
Mediante una herramienta denominada AEM Cube, desarrollada por Peter Robertson, Reynolds y Lewis midieron la diversidad cognitiva de más de 100 grupos, formados por una media de 16 personas cada uno, a los que sometieron a un ejercicio consistente en definir y ejecutar una estrategia para alcanzar una meta en un tiempo determinado. Por una parte analizaron si al enfrentarse a una situación nueva, compleja e incierta los miembros de cada equipo preferían consolidar y desplegar conocimiento ya existente o si tendían a generar nuevo conocimiento. Por otra, examinaron si estas personas preferían aplicar su propio “expertise” o, por el contrario, orquestar las ideas y el saber hacer de otros.
Lo que descubrieron fue que los equipos que presentaban una mayor diversidad cognitiva resolvieron más rápidamente los problemas con que se enfrentaban que los que no poseían esta cualidad. Un hallazgo que, por otra parte, no debería sorprendernos mucho. Tiene todo el sentido que a la hora de dar respuesta a un nuevo reto quienes juegan con ventaja sean aquellos equipos capaces de encontrar un equilibrio entre lo que saben sus miembros y la exploración de lo desconocido y que, al mismo tiempo, sepan combinar la aplicación de conocimientos especializados con la capacidad de echarse hacia atrás para contemplar en su totalidad las situaciones a las que se enfrentan.
En cualquier caso, un argumento para que las empresas estén más atentas a una dimensión de la diversidad mucho menos visible que otras como el género o la edad y para que vigilen en que medida sus prácticas de gestión de personas y el estilo de sus líderes influyen en esa cualidad de la que tanto dependen la eficacia y la agilidad de la organización.