Conozco cada vez más empresas que se cuestionan si tiene sentido seguir haciendo evaluaciones del desempeño de sus empleados, al menos tal como las han venido realizando hasta el momento.
Sobre esta cuestión me parece muy ilustrativo este artículo de Nik Kinley publicado en Strategic HR Review. Kinley explica que las evaluaciones del desempeño son un invento relativamente reciente (su origen se remonta a mediados del pasado siglo) y que muy pronto quedaron patentes algunas limitaciones del sistema, como su incapacidad para reflejar fielmente el desempeño de una persona debido a los sesgos de los evaluadores y la dificultad de distinguir entre los resultados que consigue un empleado fruto de su esfuerzo y los debidos a otros factores fuera de su influencia. Una dificultad que se multiplica en un mundo de trabajos complejos e interdependientes.
Para solventar estos problemas en los años 80 y 90 surgieron las evaluaciones basadas en comportamientos y en competencias, a través de las cuales se buscaba una apreciación más holística del desempeño del individuo. También se introdujeron nuevos procesos, como la calibración lateral y los sistemas 360, para proporcionar una mayor objetividad a las evaluaciones. Aunque probablemente la mayor novedad de esa época fue la introducción de los sistemas de clasificación forzada (forced ranking) consistentes en ordenar a las personas de mejor a peor, en función de su desempeño, para luego encuadrar a los empleados así clasificados en diferentes tramos o categorías.
Pero a pesar de esos avances continuaron los problemas. Las valoraciones en base a comportamientos y competencias siguen estando sujetas a los sesgos cognitivos de los evaluadores, los procesos de calibración consumen muchísimo tiempo y su efectividad está en entredicho, y las clasificaciones forzadas, aunque eliminan la tendencia a evaluar de forma excesivamente benigna (de ahí su popularidad), pueden acabar favoreciendo comportamientos cínicos, el individualismo y afectando negativamente a la conexión emocional de las personas con la organización.
A esto hay que sumar la falta de evidencias sobre el impacto de las evaluaciones en los resultados de los individuos evaluados (y de la organización en su conjunto) y el escaso valor que de facto managers y empleados le dan a este proceso. En este sentido, da mucho que pensar que en la edición de 2014 del informe Human Capital Trends, en el que participaron 2.500 empresas de 90 países, solo el 8% de los participantes considerase el proceso de revisión anual del desempeño como una forma de usar eficazmente su tiempo…
Así llegamos a 2015. Ese año asistimos a una explosión de noticias anunciando que varias grandes empresas, Deloitte, Accenture, GE, etc. decidían hacer saltar por los aires sus sistemas de evaluación. Atendiendo a los titulares parecía que había llegado el fin de esta práctica de gestión de personas.
Muchos se quedaron con eso, con los titulares, pero si hubieran rascado un poco se habrían dado cuenta de que ninguna de las empresas antes mencionadas estaban deshaciéndose de la totalidad de sus sistemas de gestión del desempeño. A pesar de los cambios introducidos, muchas de ellas siguen pidiendo a sus managers que evalúen a sus colaboradores y muchas siguen vinculando las evaluaciones con recompensas económicas.
No obstante, sí parece haber acuerdo en dos cuestiones importantes: a) poner fin a las clasificaciones forzadas y b) sustituir las evaluaciones anuales por ciclos de feedback más cortos y, por tanto, evaluaciones más frecuentes.
Aunque, por lo que vamos conociendo, también podría valer la pena explorar otros posibles cambios. Por ejemplo, la posibilidad de valorar separadamente (en diferentes momentos) distintas dimensiones del desempeño, para evitar que unas valoraciones excesivamente favorables o desfavorables en unos aspectos acaben contaminando la evaluación de otros, o, como hizo Deloitte, cambiar las preguntas para centrar la evaluación en otro tipo de cuestiones, como el nivel de conformidad de los líderes con afirmaciones como “yo le otorgaría a esta persona la mayor recompensa económica” o “yo querría que esta persona estuviera siempre en mi equipo”.
En todo caso sigue habiendo preguntas pendientes. Para empezar, una fundamental: si realmente sirve de algo etiquetar el desempeño de las personas con una nota (el famoso rating). El argumento a favor de los ratings es que nos sirven para saber quienes son los mejores empleados, para transmitirles a las personas información sobre cómo lo están haciendo (feedback) y para distinguir a quién hay que recompensar. Pero para conseguir cualquiera de estos fines hay alternativas que no pasan por señalar a las personas con ratings.
Si queremos revisar el sistema de evaluación del desempeño de nuestra empresa tendremos además que estar atentos a las posibilidades que nos ofrece la tecnología. Las nuevas soluciones en este campo pueden facilitarle mucho la vida a managers y empleados en un contexto donde las relaciones de trabajo se han vuelto más complejas y gran parte de la actividad tiende a organizarse por proyectos.
Una revisión del sistema de gestión del desempeño es también una buena oportunidad de preguntarnos cuál es el nivel de los managers de la organización en cuanto a ciertas habilidades básicas, aunque a veces olvidadas, como la escucha, el feedback, etc. Unas habilidades de las que depende en gran parte el valor que esas conversaciones de evaluación más frecuentes aportarán a managers y empleados y, en último término, la conjunto de la organización.
En cualquier caso, advierte Kinley, es importante entender que las empresas que están avanzando por este camino están experimentando, por lo que todavía es pronto para tener evidencias de que las evaluaciones así conseguidas sean más certeras y objetivas.
Aunque esto no debería servirnos de excusa para no pasar a la acción.
Referencia
Nik Kinley , (2016),»The end of performance management: sorting the facts from the hype», Strategic HR Review, Vol. 15 Iss. 2 pp 90-94