29 de abril de 2014. Se publican los resultados de la EPA (Encuesta de Población Activa) del primer trimestre del año. En 12 meses el número de parados ha descendido en 344.900 personas, pero también disminuye el número de ocupados: 79.600 menos que un año antes.
La encuesta, además, revela que la población activa decrece. En un año se ha reducido en 425.000 personas.
El gobierno echa las campanas al vuelo y se felicita por esos números.
Sin embargo – por algo será -, el Ministro de Economía pide al Instituto Nacional de Estadística un análisis en profundidad sobre las causas y consecuencias de este descenso de la población activa.
Bajamos al detalle, y comprobamos que la contracción de la población activa afecta, sobre todo, a los jóvenes menores de 35 años (480.000 menos) que deciden continuar sus estudios, o directamente coger las maletas para irse al extranjero en busca de pastos más verdes.
Un descenso abrupto que es compensado parcialmente por el aumento del número de personas activas mayores de 50 años, en su gran mayoría mujeres que se (re)incorporan al mundo del trabajo.
El resultado: una población activa más pequeña y más vieja…
Y esto en un país con una elevada esperanza de vida (al menos por el momento) y una tasa de natalidad de las más bajas del mundo, que dibujan una pirámide demográfica con forma de seta, cuyo perfil indica que la población española seguirá menguando y envejeciendo en los próximos años.
Al mismo tiempo nos llegan noticias de que como consecuencia de la revolución digital, cada vez se necesita menos gente para crear riqueza.
Por ejemplo, esta semana conocíamos que en Estados Unidos el número de empresas unipersonales que facturan entre 1 y 3 millones de dólares al año (poca broma) crece a un ritmo del 10% anual.
Y que en China la proporción del PIB que se distribuye vía salarios no ha dejado de descender desde 1997. Y no es precisamente que los sueldos hayan bajado en ese país durante ese período, sino todo lo contrario.
Sin embargo, de este fenómeno conocido como “el gran desacoplamiento”, se derivan otros desafíos que no podemos ignorar.
En primer lugar, cómo se distribuyen esos incrementos de productividad entre la población. Lo más probable es que en un escenario donde los trabajos rutinarios son automatizados y las tecnologías son sustituidas por otras nuevas en tiempo récord, únicamente saldrán beneficiados quienes hayan invertido en los sectores o tecnologías correctas, o posean capacidades muy demandadas por el mercado y relativamente escasas.
De hecho, ya estamos asistiendo a un proceso de polarización del mercado de trabajo que no hará sino acentuarse en los próximos años si no articulamos mecanismos correctores.
Tampoco podemos pasar por alto el efecto negativo que una población menguante y que envejece puede tener en el consumo doméstico, y en el conjunto de la economía de un país, a no ser que las empresas de ese país apuesten decididamente por los mercados exteriores y en particular por las llamadas «economías emergentes».
Y aunque el Foro Económico Mundial nos quiere convencer de que economías envejecidas como Alemania o Japón son más innovadoras que otras más jóvenes como la estadounidense, un indicador “hard”, como es el número de solicitudes de patentes revela que en Japón en los últimos años éstas han experimentado una importante caída mientras que en Europa, aunque crecen, lo hacen muy tímidamente en comparación con la explosión de innovación que refleja la actividad de las oficinas de registro de patentes de Estados Unidos y, sobre todo, de China.
Finalmente, otra cuestión que merece un debate tiene que ver con la sostenibilidad de los sistemas de bienestar social, en particular aquellos basados en esquemas de reparto donde los trabajadores de hoy son quienes realizan las aportaciones necesarias para cubrir las necesidades asistenciales de las clases pasivas. En un mundo donde la tasa de actividad no deja de caer, el desempleo tecnológico aumenta y la población envejece se impone una reforma urgente y en profundidad de esos sistemas, más allá de intentar frenar la contracción de la población activa y el consiguiente crecimiento de las tasas de dependencia obligando a las personas a trabajar más años.
Porque eso de prolongar la vida laboral tiene su lógica si tenemos en cuenta que hoy en día vivimos en promedio cuatro décadas más que cuando Bismarck puso en marcha el primer sistema público de pensiones en el siglo XIX. Sin embargo no es una medida que pueda aplicarse a todo el mundo por igual. Depende en gran medida del tipo de trabajo de cada persona. La actividad laboral de las personas de más de 60 años puede seguir siendo alta si se trata, por ejemplo, de doctores que se dedican a tareas de docencia o investigación, pero no tanto si hablamos de personas con trabajos que exigen fuerza física o capacidades sensoriales que tienden a deteriorarse con la edad. A no ser, claro está, que esa decadencia física pueda ser amortiguada gracias al empleo de soluciones técnicas o farmacológicas de perfeccionamiento humano, tal como apuntábamos en nuestra anterior entrada…
Además, seamos realistas. ¿Qué tipo de perfiles profesionales demanda principalmente nuestra economía? No parece que sean intelectuales precisamente. Si no ¿cuál es el motivo del éxodo de titulados universitarios españoles al que estamos asistiendo?, ¿o de la situación de sobrecualificación que sufren muchos de los que se quedan? En este sentido es bastante significativo que el único sector donde ha crecido el empleo en España en el último trimestre haya sido justamente ¡la agricultura!
En resumen, una nueva realidad demográfica que pide a gritos profundos ajustes estructurales y que, sin embargo, los llamados «agentes sociales» parecen ignorar.
Imagen Greenluka bajo licencia Creative Commons