Vivimos en una era de interdependencias complejas, donde es muy difícil tenerlo todo controlado, anticipar qué nos deparará el futuro, y entender el significado de unos cambios que desafían nuestra experiencia previa. Vivimos en un mundo globalizado, interconectado, donde la información es cualquier cosa menos un recurso escaso. El conocimiento cobra protagonismo como factor económico al tiempo que unos menores costes de transacción abren la puerta a nuevas fórmulas organizativas que hubiesen sido impensables hace poco más de una década. Vivimos, además, en un mundo transparente, lo que contribuye a que el ciclo de vida de productos y servicios se acorte considerablemente, como también se acorta el tiempo durante el cual una nueva tecnología, un nuevo proceso, o incluso un nuevo conocimiento representan una ventaja frente a la competencia.
En consecuencia, hoy no importa tanto la ventaja que tengamos frente a nuestros competidores como nuestra capacidad de mantener esa ventaja en el tiempo, del mismo modo que la estrategia ya no puede ser el fruto de un ejercicio formal de planificación a diez años vista, sino un proceso emergente, resultado de las interacciones de la organización con su entorno. En este nuevo escenario las empresas necesitan resolver situaciones complejas. Tienen que ser capaces de observar e interpretar el mundo que les rodea desde ópticas diferentes, conocerse bien a sí mismas para evitar peligrosos «ángulos muertos» y, a partir de ahí, no dejar de aprender nunca. Por eso, tal como señalan Hamel y Prahalad, por muy livianas que sean las organizaciones del futuro, van a seguir necesitando un «cerebro», aunque no será, como hasta ahora, el de una élite de ejecutivos, sino una amalgama de la inteligencia colectiva y la imaginación de todos los directivos y empleados de la empresa.
En este sentido, las organizaciones deberán considerar a sus personas como las neuronas de un cerebro colectivo: Que ese cerebro colectivo sea más o menos «inteligente» dependerá no tanto de las características de cada una de esas «neuronas» como de su capacidad de establecer conexiones entre sí. Desde esta nueva perspectiva no importa tanto el cociente intelectual de los individuos que forman la organización como su inteligencia social. Sin embargo, no basta con asegurarnos de que las personas que contratemos o las que ascendamos a determinados puestos de liderazgo posean una alta capacidad relacional. El contexto también importa, y mucho. Cualidades como innovación y adaptabilidad no son algo que se compre, se produzca en un laboratorio, o se decida en una reunión de directivos, sino que principalmente son el resultado de cómo sea la cultura organizativa de la empresa, en la medida que dependen de como se entienden en la organización conceptos tales como riesgo, creatividad, apertura o colaboración.
Imagen Susanne Weil bajo licencia Creative Commons
Muy buen artículo, yo que soy nuevo en el medio con la licenciatura en Administración y finanzas en la UTEL y trato de enconrar toda la información que me sea útil, te agradezco esta aportación
Un texto excepcional… En ocasiones yo uso para ilustrar de forma "burda" este documental (http://www.youtube.com/watch?v=BQBBautjJ9M&feature=share&list=PLCAA733C8CE55574C) sobre inteligencia en el mundo animal para ilustrar de forma "burda" el concepto.
Un saludo.