Tal como postulan Teece, Pisano y Shuen en su teoría de las capacidades dinámicas (“dynamic capabilitites”), para tener éxito en un escenario competitivo volátil e incierto como el actual una empresa necesita ser capaz de identificar las oportunidades y amenazas del entorno, capturar esas oportunidades, y preservar su competitividad potenciando, combinando, protegiendo y, si es necesario, reconfigurando con rapidez sus activos tangibles e intangibles.
Para ello las organizaciones necesitan movilizar las mentes y las voluntades de un mayor número de personas. En primer lugar para aumentar su capacidad de detectar esas oportunidades y amenazas que surgen en el entorno, pero también para interpretarlas y dar con soluciones innovadoras que les permitan escapar de ese proceso de “comoditización” acelerada que cada día afecta a más productos, tecnologías, procesos y modelos de negocio. Se trata, en definitiva, de potenciar y aprovechar la inteligencia colectiva del conjunto de personas que forman la organización para dotar a esta de una mayor agilidad y adaptabilidad en un entorno volátil, incierto, complejo y ambiguo.
Para eso las empresas necesitan contar con personas conscientes de sí mismas, adaptables, preocupadas por su propio desarrollo, capaces de actuar con autonomía y de dar lo mejor de ellas en su trabajo en unas organizaciones en permanente fase beta, donde ya no hay unos supervisores que todo lo saben y les van a decir lo que tienen que hacer en cada momento. En resumen: necesitan gente madura.
Sin embargo, en muchas compañías esto no es así.
¿Por qué sucede esto? Nuestra experiencia nos dice que a menudo el problema no reside en el perfil de colaboradores que contratan las organizaciones, sino en sus prácticas de Recursos Humanos y en los comportamientos de sus dirigentes, que favorecen y perpetúan un estado de inmadurez colectiva. Un fenómeno que puso de manifiesto Chris Argyris hace varias décadas cuando en su Teoría de la Inmadurez denunció las incongruencias que existen entre las necesidades sociales y psicológicas de un “trabajador maduro” y las prácticas habituales de muchas empresas que, en lugar de contribuir a realizar el potencial de las personas, lo limitan y acaban ahogándolo.
Y es que difícilmente una empresa podrá potenciar su inteligencia colectiva o lograr que su gente dé lo mejor de sí misma si se rige por los principios de control, dependencia y subordinación. O si en ella, en lugar de una variedad de tareas interesantes y enriquecedoras, las personas encuentran estructuras rígidas y ámbitos de responsabilidad estancos. O si sus dirigentes tratan a sus colaboradores como si fuesen niños y no adultos. Y sin embargo, con cuánta frecuencia nos encontramos con empresas donde detrás de un discurso oficial de modernidad se esconde una cultura paternalista que asfixia la iniciativa individual y no deja crecer a las personas que forman parte de esa organización…
En ocasiones, incluso da la sensación que los dirigentes de algunas de esas compañías prefieren trabajar con colaboradores inmaduros, tal vez porque piensen que les darán menos dolores de cabeza, o quizá, como argumenta Argyris, por falta de confianza, o puede que por inseguridad. Sea como fuere me cuesta aceptar que esos dirigentes no se hayan parado a pensar ni por un momento en las implicaciones que ese tipo de actitudes pueden tener sobre la competitividad de sus empresas a medio y largo plazo. Porque de ser así, ¿qué deberíamos pensar de su madurez como líderes?
Imagen Christof Timmermann bajo licencia Creative Commons