Cuando hablamos de felicidad en el trabajo hablamos de una predisposición mental positiva que facilita que las personas den lo mejor de ellas y alcancen su potencial. A raíz de nuestras investigaciones y de nuestra práctica de consultoría hemos recogido evidencias de que la felicidad en el trabajo tiene un impacto positivo en los resultados de negocio. También hemos aprendido que la felicidad en el trabajo es una realidad multidimensional que puede medirse, y sobre la que se puede actuar. Pero además hemos observado otra cosa: a menudo, cuando los directivos de una empresa o los profesionales del área de RR.HH. se lanzan a diseñar programas para influir sobre la felicidad de sus empleados pierden de vista que esta predisposición mental positiva es un sistema muy muy complejo.
Muchos directivos tienden a gestionar esto de la felicidad en el trabajo como si estuviesen ante un sistema más o menos complicado, pero en cualquier caso un sistema compuesto de relaciones lineales causa-efecto, que podemos desvelar si lo diseccionamos en sus partes, las observamos y las analizamos en detalle. Es decir, actúan como si estuviesen en lo que Dave Snowden llama, en su modelo Cynefin, el «dominio de la metodología», donde la secuencia típica de toma de decisiones consiste en percibir los detalles de la realidad sobre la que se necesita actuar, analizar esos detalles, y finalmente decidir cuál es la mejor respuesta de acuerdo con la interpretación o consejo que un experto hace de ese análisis.
Sin embargo, aunque podemos decir que la felicidad en el trabajo es un sistema -en cuanto es un conjunto de componentes interdependientes que interactúan formando un todo, sujeto a límites espacio temporales, y sobre el que influye lo que sucede en su entorno-, es un sistema que pertenece a un dominio diferente: el «dominio de lo complejo», y es necesario gestionarlo de otra manera.
La felicidad en el trabajo es un sistema en el que observamos muchas de las propiedades que según Kastens (2009), Randall (2011), Ladyman (2013) y otros autores, identifican a los denominados sistemas complejos. Por ejemplo:
La felicidad en el trabajo es consecuencia de las interacciones no coordinadas que se producen entre un número grande de variables interdependientes unas de otras.
Aunque la felicidad en el trabajo emerge de esas interacciones, y el resultado es determinado por el comportamiento de todas y cada una de esas variables, hay ciertos comportamientos y cualidades de la felicidad en el trabajo que solo pueden estudiarse a nivel de conjunto.
La felicidad en el trabajo se adapta a los cambios que se producen en el entorno.
La felicidad en el trabajo cambia con el tiempo y su historia pasada influye en su estado presente y en su evolución en el futuro.
La evolución futura de la felicidad en el trabajo es difícil de predecir. La felicidad en el trabajo puede pasar de una situación de estabilidad a mostrar un comportamiento altamente inestable.
Además, los efectos no son proporcionales a sus causas: una pequeña perturbación puede provocar un efecto enorme, mientras que lo que aparentemente es un gran impacto puede no tener ninguna consecuencia.
Por último, y debido al elevado nivel de interdependencia entre las variables de las que depende, un fallo en una o más de ellas puede dar lugar a «fallos en cascada» de consecuencias catastróficas para la felicidad en el trabajo.
Por tanto, la felicidad en el trabajo no es como una máquina complicada sino, más bien, como una selva tropical: un organismo vivo, formado de otros organismos. Y esto es algo que muchos dirigentes empresariales parecen ignorar cuando intentan influir sobre la felicidad en el trabajo de su gente con medidas tan simplistas como ineficaces.
Como explica Dave Snowden en su famoso artículo «A Leader’s Framework for Decision Making», la complejidad necesita gestionarse de otro modo. Es necesario superar la tentación de intentar tenerlo todo controlado y exigir planes a prueba de fallos con resultados predefinidos hasta el más mínimo detalle. Los directivos que no entiendan que el «dominio de lo complejo» requiere un estilo de gestión más abierto y experimental pueden sentir impaciencia al ver que los resultados a los que apuntan tardan en llegar. También les puede resultar difícil tolerar los fracasos, algo esencial en todo experimento. Sin embargo, si se hacen un poco a un lado, y dejan tiempo para que esos experimentos revelen patrones que permitan entender qué es lo que está sucediendo, tendrán muchas más probabilidades de éxito.
El problema es que a muchos directivos se les ha enseñado a formular estrategias, marcar objetivos, lanzar campañas, transmitir seguridad a sus colaboradores, y solucionar problemas aplicando «buenas prácticas», pero no tienen ni idea de qué hacer en un escenario complejo, donde las cosas son impredecibles, y las causas de los cambios que suceden a su alrededor solo pueden identificarse en retrospectiva…
En este nuevo escenario las soluciones que funcionaban en el mundo cartesiano, lineal y predecible en el que fueron educados esos directivos ya no sirven. Aquí, en lugar de percibir, analizar y luego responder, la secuencia de toma de decisiones necesita ser distinta. Ahora la cuestión es probar, encontrarle sentido a los resultados de esos experimentos y finalmente atreverse a responder con acciones de consecuencias muchas veces inciertas.
Y para ello, sobre todo, se necesitan líderes valientes. Líderes que se atrevan a probar nuevas soluciones, que entiendan los fracasos como una fuente valiosísima de aprendizaje, y que hagan el esfuerzo de cuestionarse y romper con muchos de sus paradigmas, ya que su percepción de la realidad y su intuición pueden estar distorsionadas por sesgos cognitivos procedentes de un pasado muy distinto.
Imagen: Sergio Boscaino bajo licencia Creative Commons