Conscientes de lo mucho que su éxito futuro depende de sus personas cada vez son más las compañías que se ven inmersas en la “guerra por el talento” consecuencia de los desequilibrios que hoy en día experimenta el mercado de trabajo.
Todos conocemos la historia: por una parte hay una desconexión creciente entre los perfiles profesionales que genera el sistema educativo y las nuevas necesidades de las empresas resultado de los avances tecnológicos, los nuevos modelos de negocio y la globalización. Por otra, nos encontramos con que las tendencias demográficas, en concreto el envejecimiento de la población y movimientos migratorios, llevan a que la población activa, la oferta de profesionales, haya empezado a disminuir en ciertos mercados.
En consecuencia, numerosas organizaciones tardan más tiempo que antes en cubrir sus vacantes, y muchas acaban tomando decisiones de selección subóptimas al no conseguir encontrar (o atraer) ese candidato perfecto con que soñaban.
A esto se suma que algunos de los factores que hacen posible que una persona tenga un desempeño excelente en una organización no son 100% exportables de una empresa a otra, con lo que las compañías corren el riesgo de contratar candidatos cuyo desempeño es muy bueno en sus organizaciones actuales (o pasadas) pero que podrían no conseguir lo mismo en un entorno diferente.
En resumen, hoy las organizaciones se enfrentan a un doble reto en el campo de la gestión del talento: necesitan a) ser capaces de atraer y seleccionar a los mejores profesionales disponibles en el mercado y b) cultivar contextos organizativos que impulsen a esas personas a dar lo mejor de ellas en su trabajo, es decir, a convertir su potencial en desempeño.
Sin embargo, a veces me da la sensación que las empresas pierden de vista que la segunda parte de este reto es significativamente más decisiva que la primera, ya que de ella dependen en mayor medida sus resultados. Tal vez la cosa fuese distinta si los líderes de las organizaciones comprendiesen mejor de qué está hecho ese potencial, como se relacionan entre sí sus componentes, y de qué depende que ese potencial se transforme en desempeño. De ahí este post.
I. Conocimientos y habilidades
Tradicionalmente las empresas han entendido que el potencial de una persona está constituido por los conocimientos y habilidades que posee esa persona en un momento determinado, y por los que, en función de su capacidad de aprendizaje, podrá adquirir en el futuro. El valor de esos conocimientos y habilidades para la empresa es lo que determina el mayor o menor potencial de un individuo para esa compañía concreta.
Sin embargo, cuando hablamos de conocimientos y habilidades es importante entender que hay algunas cosas que han cambiado en las últimas dos décadas. En un entorno volátil e incierto unos perfiles profesionales excesivamente especializados pueden limitar la agilidad de una organización, además de ser un riesgo para unos profesionales que pueden quedarse obsoletos en un abrir y cerrar de ojos a consecuencia de un cambio tecnológico inesperado.
En un post anterior argumentaba que hoy en día la competitividad de una empresa ya no depende de tener el control de unos recursos que le permiten diseñar estrategias difíciles de imitar por sus competidores, sino que depende, sobre todo, de su habilidad para renovarse anticipando o dando respuesta a los cambios que experimenta su entorno, adaptando, integrando y reconfigurando una gran diversidad de recursos y competencias externos e internos.
Pues bien, con el potencial de las personas sucede algo parecido: hoy ya no depende tanto de los conocimientos y las habilidades que posee la persona como de su capacidad de aprender, renovar sus capacidades y adaptarse a las nuevas situaciones que se le plantean. Es la ventaja de los denominados perfiles “en T”, de los que hablamos en su momento, y que combinan una especialización vertical con una perspectiva horizontal que permite que la persona entienda como su especialidad está interconectada con otras, y de los denominados perfiles “en π” o “en forma de peine”, que además de esa visión transversal poseen varias especialidades verticales que los hacen aun más polivalentes.
II. Capital social
Pero además de poseer un conjunto de conocimientos y habilidades que encajen con las necesidades de la organización, y ser capaces de aprender otros nuevos, en un contexto volátil y complejo, donde las personas necesitan de la colaboración de otras para aprender, interpretar los cambios que experimentan, innovar, y conseguir que el trabajo salga adelante, el potencial de una persona cada vez depende más de su capital social.
¿Y qué es esto del capital social? En pocas palabras, el capital social de un individuo es el valor económico de sus relaciones interpersonales, del mismo modo que el capital social de una organización no es otra cosa que la suma del capital social de cada uno de sus miembros.
Diferentes autores han analizado por qué estas redes de relaciones tienen el valor que tienen. Por ejemplo, han explorado como su capital social ayuda a personas y organizaciones a rastrear su entorno para detectar retos y oportunidades. Otros estudios se han enfocado en demostrar como esos lazos sociales influyen sobre quienes toman decisiones, reflejan el acceso de una persona a ciertos recursos, o contribuyen a comunicar la propuesta de valor de la empresa en el mercado. Finalmente, también tenemos evidencias del impacto positivo que el capital social tiene tanto en aspectos de gestión de personas (carrera profesional, rotación, retribución, búsqueda de empleo) como en cuestiones organizativas como el intercambio de recursos entre unidades organizativas, las relaciones con proveedores, o el aprendizaje entre compañías (Adler y Kwon, 2002).
III. El capital psicológico positivo
No obstante, en este escenario, donde las empresas necesitan de sus colaboradores capacidades como influencia, creatividad, adaptabilidad e iniciativa, y también poner en valor las redes de relaciones sociales de estas personas, sus líderes deben tener en cuenta una cosa importante, y es que las personas aplican esas competencias y esas relaciones a su actividad profesional con mayor o menor intensidad dependiendo de cual sea la mentalidad con que contemplen su trabajo.
Como dijo una vez Gary Hamel, “en unos mercados hambrientos de novedades el éxito de una empresa depende, sobre todo, de su capacidad para liberar la iniciativa, la imaginación y la pasión de todas las personas que trabajan en ella, y eso solo puede pasar si estas personas están conectadas en cuerpo y alma con su trabajo, su empresa y su misión”.
Es aquí donde entra en juego el denominado capital psicológico, el tercer componente del potencial humano que, al mismo tiempo, actúa como un catalizador de los otros dos, ya que modula las actitudes, los comportamientos y el desempeño de las personas en la organización.
Fred Luthans, padre de este constructo, y durante varios años presidente de la prestigiosa Academy of Management, define el capital psicológico positivo como el estado de desarrollo psicológico de un individuo caracterizado por (1) tener confianza (self-efficacy) para abordar y esforzarse en superar los retos a los que se enfrenta; (2) tener una visión positiva de sus posibilidades de éxito ahora y en el futuro (optimismo); (3) perseverar hacia las metas, y cuando es necesario, redirigir los caminos hacia las metas para conseguir el éxito; y (4) en los momentos adversos ser capaz de superar los obstáculos y recuperarse rápido de las dificultades (resiliencia) (Luthans, Youssef y Avolio, 2006).
Parece, por tanto, que no faltan motivos para que hoy en día las organizaciones se animen a invertir en su capital psicológico. En su libro “Happiness at work: maximizing your psychological capital for success” (2011), Jessica Pryce-Jones, fundadora de iOpener Institute, señala que el capital psicológico importa particularmente en una economía de servicios sujeta a mucha presión y que requiere motivación, pensamiento creativo y perseverancia. En parecidos términos, el propio Luthans argumenta que los empleados que tienen más esperanza se sienten más eficaces, son más optimistas y más resilientes, y tienen más posibilidades que sus compañeros con un menor capital psicológico de capear las “tormentas” a las que constantemente se enfrentan las empresas.
Pero el caso es que la realidad ahí fuera es muy muy diferente. Y los que estáis ahí lo sabéis.
La información de mercado disponible sobre conceptos como “engagement” o felicidad en el trabajo es desoladora, y revela que para muchas empresas esto del capital psicológico está lejos de ser una prioridad. Solo tenemos que echar un vistazo a los números de Gallup. A nivel mundial menos de una cuarta parte de los empleados están emocionalmente comprometidos (“engaged”) con su trabajo, lo que pone en evidencia una situación generalizada de desconexión emocional de los empleados con su actividad profesional, y con sus empleadores.
Ante estos datos, y teniendo en cuenta la gran correlación que engagement y felicidad en el trabajo tienen con el desempeño de las personas y los resultados de negocio, no puedo dejar de preguntarme cuánto potencial humano se desaprovecha y cuanto valor económico desperdician las empresas por no preocuparse lo suficiente de su capital psicológico, de la mentalidad con que trabaja su gente.
Si eres empresario o directivo te animo a que hagas un sencillo ejercicio: piensa por un momento como te sentirías si el nivel de utilización de los activos que aparecen en el balance de tu empresa fuese similar al nivel de utilización del potencial humano de tu organización. ¿Estarías contento? ¿Estarían contentos tus accionistas? Pues esto es lo mismo…
Y no solo eso. Pensemos además en lo que podemos estar perdiéndonos como personas y como sociedad. ¿Qué nivel de desarrollo humano podríamos haber alcanzado solo si hubiésemos prestado más atención y tratado con más cuidado nuestro capital psicológico y el de nuestras organizaciones?
Imagen Paul Hohmann bajo licencia Creative Commons.